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ACERCA DE "EL BUENO, EL MALO Y EL FEO"

El filme de Sergio Leone (“Il buono, il brutto, il cattivo”) estrenado allá por 1966, no es sólo el mejor Spaghetti Western de la historia: es además una gran película, sin distinción de géneros.  En esta nota me propongo rever algunos de sus méritos: el lector que no desee enterarse de aspectos de su trama está a tiempo de dejar de leer precisamente aquí.  
 
El primer mérito es persistir en el ejercicio de uno de los aciertos del subgénero: la demolición de la visión inocente o glamorosa del Lejano Oeste que debemos a Hollywood. Sus protagonistas son, por lo general, feos, sucios y malos: lucen barba de varios días, están cubiertos de polvo y de sudor, sangran cuando son heridos y conservan las cicatrices de los golpes que reciben. En estas historias no hay héroes; el motor de estas narraciones es la codicia o la venganza, nunca la justicia. El Spaghetti Western le dio al género un saludable baño de realismo, que renovó su atractivo y atrajo a nuevas generaciones.

 

El segundo es asumir sin complejos el carácter de entretenimiento del cine, lo que no tiene nada de malo. Ya dijo nada menos que Woody Allen, hace poco, que “la vida es un proyecto estúpido y sin ningún tipo de sentido. La única manera de sobrevivir es contarse mentiras”, y que “las películas te permiten distraerte y dejar de pensar sobre lo terribles que son las cosas, ni que sea durante una hora y media. Te metes en una sala, observas a Fred Astaire o a Penélope Cruz en la pantalla y la vida se vuelve un poco más bonita durante un rato. Cuando sales del cine y vuelves a la vida real, te sientes un poco más fresco. El cine es como tomarse una bebida fría en un día de un calor sofocante”. “El bueno…” honra con creces ese concepto del cine, y lo hace con armas nobles: la historia básica (los tres hombres del título buscan un tesoro enterrado en un cementerio militar sudista durante la Guerra de Secesión) es enriquecida con algunos episodios notables, que más adelante analizaremos en mayor detalle.

 

La primera media hora del filme es llamativa por su economía de recursos, su fluidez y su impacto en el espectador. La película comienza con una combinación de primeros planos y planos generales con ausencia absoluta de diálogo (1) que sirven para introducir al primer protagonista, el Feo, Tuco Ramírez (Eli Wallach, brillante) como un fugitivo de la ley al que persiguen todos los cazarrecompensas del Oeste… por lo general infructuosamente. Sigue luego la presentación del personaje del Malo, Ojos de Ángel (Lee Van Cleef, perfecto), un asesino a sueldo que recibe el encargo de liquidar a un traidor a una banda de delincuentes, Stevens (Antonio Casas) y cuando éste le ofrece dinero por matar a quien encargó su asesinato, lo acepta y cumple puntualmente con el encargo… una vez que despacha a Stevens al otro mundo. (Se jacta de ser un profesional que cuida su reputación: “cuando me pagan, siempre termino el trabajo”). A continuación, llega la presentación del Rubio (“Blondie”), el Hombre sin Nombre, el Bueno (Clint Eastwood) que ataca a tres hombres que tienen atrapado a Tuco, lo libera y se pone de acuerdo con él para montar una particular estafa: el Rubio se presenta en la comisaría de sucesivos pueblos llevando consigo a Tuco, lo entrega a cambio de la recompensa y, cuando las autoridades están por ahorcarlo, dispara a la soga, la corta y provoca la huida de Tuco. El problema es que el truco empieza a hacerse conocido, Tuco exige un mayor porcentaje del botín porque es quien (literalmente) arriesga su cuello, y entonces el Rubio decide liberarse del problema abandonando a su compañero en medio del desierto, quien obviamente jura venganza. Todo esto, repito, en apenas media hora.

 

No voy a repasar puntualmente el filme, sino resaltar algunos momentos que me parecen dignos de mención. Tras algunos episodios un tanto inverosímiles (la forma en que el Rubio se salva de ser ahorcado por Tuco, la forma en que el Rubio adquiere el conocimiento de la tumba donde está enterrado el tesoro) Tuco lleva al Rubio a reponerse de la deshidratación sufrida en el desierto a un convento de frailes dirigido por su hermano Pablo (Luigi Pistilli). El diálogo entre los dos hermanos es uno de los puntos altos del filme, y una de las razones por las que afirmo que “El bueno…” es realmente una gran película: tras varios reproches de Pablo a Tuco por su vida al margen de la ley y por su olvido de sus padres (ambos han muerto sin que el bandido lo sepa), Tuco se enfurece y recuerda a su hermano de la terrible pobreza de su tierra natal, de la forma en que Pablo escapó de esa vida miserable, abandonando a su familia para ingresar a un convento, y de la desesperación que lo llevó a sobrevivir convirtiéndose, a los 12 años, en ladrón y asesino. Cuando Tuco se va, furioso, es Pablo, el respetable superior de un convento, el que musita, dirigiéndose a su hermano pecador: “¿me perdonarás, hermano?”.

 

Cuando Tuco y el Rubio (que visten los grises uniformes propios de las tropas de la Confederación) se cruzan con un pelotón de soldados, Tuco los saluda efusivamente, para contrariedad del Rubio: los soldados del pelotón son parte del ejército de los estados del Norte, sólo que sus azules uniformes están cubiertos de polvo del desierto… (Es en ese momento en el que el Rubio afirma, respondiendo a las protestas de Tuco, que “Dios no está con nosotros porque odia a los idiotas”). Ambos van a parar a un campo de prisioneros, adonde Ojos de Ángel simula revistar como sargento nordista. Éste (que ya estaba tras la pista del tesoro por las suyas) deduce que Tuco conoce dónde está, y ordena que el cabo Wallace (Mario Brega) lo torture en su presencia para sacarle esa información mientras, simultáneamente, se obligue a una banda musical formada por dolidos prisioneros de guerra a tocar una agradable melodía para ocultar los gritos de Tuco. (La historia es real, sólo que el campo de prisioneros no estaba regenteado por el ejército de la Unión , sino por el del Tercer Reich). Ojos de Ángel obtiene de Tuco el nombre del cementerio y la revelación de que quien sabe cuál es la tumba es el Rubio. Entonces lo hace llamar, pero (y esto es una deficiencia del guión) no lo tortura como a Tuco, porque cree que “no va a hablar así”.

 

Salteo varios episodios. Cuando Tuco mata a un integrante de la partida que, al comienzo de la película, pretendía capturarlo, lo hace diciéndole “cuando debes disparar hazlo, no hables”, desmarcándose así  de un lastimoso cliché del género. Tras otras vicisitudes, Tuco y el Rubio buscan un puente que les permita cruzar el río que los separa del cementerio donde está el tesoro… sólo que éste es objeto de frenéticos combates entre los dos bandos de la guerra civil. Tienen la suerte de caerle bien a un capitán borrachín del ejército nordista (Aldo Giuffrè) que se ha hartado de ver caer inútilmente, durante semanas y semanas, a miles y miles de soldados de ambos bandos; por su parte, El Rubio observa, contrariado, que “jamás he visto tantos hombres desperdiciados de ese modo”. (Esta escena parece más bien propia de la guerra de trincheras del frente occidental durante la Primera Guerra Mundial que de la Guerra de Secesión, pero eso es lo de menos). El capitán fantasea con volar ese puente, y el Rubio decide aprovechar la confusión causada por un ataque de los sudistas para llevar a cabo ese sueño… que además, por cierto, les permitiría tener el campo libre, dado que ambos ejércitos abandonarían el lugar al desaparecer el objetivo por el que luchaban. El puente es finalmente volado en pedazos, para felicidad del capitán, que muere momentos después a causa de las heridas sufridas durante el enésimo combate. Merece una mención el feroz apunte antibélico de la escena, más aún cuando el filme es contemporáneo de la participación de Estados Unidos en la Guerra de Vietnam.

 

Hacia las dos horas veinticinco minutos de la película nos acercamos a su momento culminante, y una de las grandes escenas de la historia del cine: el duelo de a tres entre los protagonistas en medio del cementerio (que se puede ver completo en el video que acompaña a esta página). Cierto que se llega a él de un modo un tanto endeble (no parece razonable que Ojos de Ángel acepte resolver las cosas de esa manera) pero está tan bien graduado el suspenso en esos casi cinco minutos de cine, están construidos de un modo tan brillante y tan austero, solamente con primeros planos cada vez más cercanos y una partitura gloriosa de Ennio Morricone (responsable además del tan reconocible tema principal del filme) que esa objeción es irrelevante. Ojos de Ángel cae en una tumba abierta, herido por el Rubio, mientras Tuco descubre que el duelo de a tres no era tal, porque el Rubio le había descargado el arma y sólo debía concentrarse en Ojos de Ángel.

 

Unas últimas consideraciones. Los 161 minutos del filme pueden parecer muchos. Disiento: son pocos. Siempre que veo el duelo final, lamento que falte tan poco para que se termine la película. En “El bueno…” no hay un solo minuto desperdiciado: algunas escenas son largas porque su justo desenlace depende de una paciente construcción de climas, arte que pareciera haberse dejado de valorar en estos tiempos anfetamínicos. Otra: la nacionalidad italiana de Sergio Leone no le impidió dirigir brillantemente una gran película del género norteamericano por antonomasia; la calidad de western del filme no impide considerarlo una gran película italiana, con esa típica y agridulce mezcla de humor, fatalismo e irreverencia. Punto éste que reafirma la idea de que el carácter nacional de un producto cultural no está dado por su origen geográfico, sino por su uso.
 
 
NOTAS
(1) Resultado tanto de la decisión consciente de apostar a la potencia narrativa de las imágenes como de la dificultad de hacer conversar a actores que recitaban sus parlamentos en sus diferentes idiomas maternos: los norteamericanos, en inglés; los italianos, en italiano; los españoles, en español. Los diálogos fueron regrabados con posterioridad al rodaje de las escenas, y doblados cuando correspondía. Es notable la mala sincronización de las voces con los movimientos de los labios,

 

 

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