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Cine Braille

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Todos estos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia

INVITACIÓN A LA CANCELACIÓN DE UN ARTISTA

Hará una semana, o diez días, que llegó a mi inbox la hoy famosa, otros dirán tristemente célebre, Invitación a la cancelación de un artista de Hans Dietrich Mannheim. Incluía un código para reclamar pasajes aéreos pagos de ida y vuelta a San Juan, y aclaraba que los gastos del hospedaje en la finca sede del acontecimiento estaban cubiertos. Nada hay en mi oficio de periodista que desbloquee más resistencias que un viaje con gastos pagos, menos aún entre los muy pocos que quedamos en mi rubro, el arte.

 

El vuelo de ida no ofreció alternativas dignas de mención, salvo que enseguida noté que, además de los muy escasos compañeros y compañeras de costumbre, se había invitado a algunos periodistas extranjeros y a unos cuantos figurones de los medios locales. Distinguí a Fantino, a Juanita Viale, a Mario Mactas, a Cristina Pérez. Mactas al menos podría distinguir un Pollock de un Mondrian, del resto no sé qué decir.
Hans Dietrich Mannheim, escribí. Tal vez haya que contar algunas cosas, siquiera para darle al eventual y acaso inexistente lector la sensación de tiempo muerto propia del viaje a tierras cuyanas, distraído conociendo antecedentes imprescindibles. Mannheim es un artista conceptual sueco de origen alemán, nacido en Letonia en 1940. En sus obras, por lo general acontecimientos, prima una vocación por sacudir al espectador, a menudo sin reparar en métodos. En su caso, los términos obra, acontecimiento y escándalo son rigurosamente sinónimos. La tentación de referirlas ejerciendo la superioridad moral siempre fue muy poderosa; el último tercio del siglo XX la resistió mejor que nuestra época, que parece haber vuelto a los tiempos en que era de rigor una conclusión moralizadora, edificante. Para peor, expresa.
Es hora de pedir socorro a unos ejemplos. Su primera exhibición, en 1959, consistió en una serie de espejos (de coches, de bicicletas, de baño público, de mano) que intentaban mostrar que es al espectador, y no a la vida, a quien en verdad refleja el arte: uno de los geniales aforismos de Oscar Wilde en el prólogo a El retrato de Dorian Gray. Le vendió la colección entera en miles de dólares de entonces a una dama entusiasmada con su obra. Luego pretendió montar una exposición con fotos de desnudos de su protectora, pero aceptó abstenerse de hacerlo gracias a un generoso cheque del esposo de la modelo, hay quien dice la involuntaria modelo. Un mismo día de 1966 fue padre de tres hijos concebidos con tres mujeres de etnicidades diferentes, una de ellas menor de edad, y lo proclamó a todo el planeta como el montaje de su obra conceptual La unidad en la diversidad.
¿Hambre, su instalación de 1971? Una torre de latas de comida custodiada por mercenarios armados, librada a la descomposición por acción del sol en medio de un campamento de refugiados de la guerra de Biafra; a los pocos meses la presentó en América del Norte, Europa y Japón, recaudando millones. Declaró a su mansión de Ibiza el Museo Mannheim, porque afirmaba que él mismo era su mejor obra, y cobraba entrada para que los visitantes lo vieran descansar junto a la pileta, en compañía de tres jóvenes con sus bien que generosos pechos al aire. La función del artista es escandalizar a las masas para despertarlas de su letargo era un farsesco vinilo cuadrado, cuya cubierta estaba manufacturada con piel de foca manchada con pintura roja. La piel fue obtenida de una cría a la que activistas de Greenpeace habían querido salvar de los cazadores, ensuciándola con pintura para hacerla inutilizable comercialmente. Por cierto le ganó Mannheim una paliza a manos de unos exaltados ecologistas en Berna, en 1988.
Las autoridades españolas nunca entendieron que sus declaraciones impositivas fueran lo que él llamaba arte tributario; las letonas nunca aceptaron su explicación de que su huida del país con los fondos de un partido político neoliberal fuera una obra llamada Neoliberalismo y prosperidad: el enriquecimiento como una de las bellas artes, corolario de un manifiesto titulado ¿El arte es emoción o es sorpresa? En Australia, Estados Unidos y Francia se debatía si La unidad en la diversidad calificaba como abuso sexual, y si había prescripto. No abundan sus fotos, las últimas parecen tener unos treinta años. Etcétera. Invitación a la cancelación de un artista se llamaba el acontecimiento al que este personaje nos invitaba a San Juan a Fantino, a Juanita Viale, a Mactas, a Cristina Pérez, a mí.
En el aeropuerto nos recogieron unos ómnibus que nos llevaron al lugar donde Mannheim nos congregaba, un lujoso spa de montaña en las afueras de la ciudad, vecino a una granja de paneles solares. Al llegar me di cuenta de que apenas éramos uno de los contingentes de invitados: junto a la pileta tomaban sol Esmeralda Mitre, Eduardo Costantini y dos bañistas que hablaban en inglés y que resultaron ser Lady Gaga y Bono, el de U2. El personal del establecimiento nos convidó a un pequeño refrigerio y luego nos invitó a pasar a nuestras habitaciones, recordándonos que se nos esperaba en apenas un par de horas para la recepción oficial, a cargo del propio anfitrión.
Me las arreglé para llegar tarde. Aún era de día: caía un sol hermoso, no se veía ni una nube. De un lado la cordillera, del otro más arena que en un cuento de Ballard, y en la recepción tantos artistas de vanguardia y millonarios aburridos como en cualquiera de ellos.
Me serví una copa de champaña y un pincho de ciruelas, morrones y lo que parecía pollo y panceta, pero que muy probablemente fuera proteína larval industrializada. Los algoritmos que creaban la música que se escuchaba habían sido instruidos en estilos bailables de las décadas de 1970 y 1980, pero daba la sensación de que se habían retirado en la mitad de la primera clase: era como bailar un conflicto de bibliotecas.
Saludé a un par de conocidos; en un caso dudé un segundo letal entre saludar y hacerme el que no había visto y me pareció que se notó. Empezaba a arrepentirme de no haberse quedado en casa. Quise distraerme pensando en la nota que terminaría escribiendo. ¿Comenzarla discutiendo si una conjunción adversativa o una copulativa debe relacionar las expresiones “gran artista” e “hijo de puta” en el caso de Mannheim? Me pareció trillado, además de que jamás usaría la expresión “hijo de puta” en un escrito. Soy un periodista que escribe y habla acerca de arte, no el presidente del tribunal de los justos.
Había un calvo que se parecía a Picasso, por su acento seguramente un alemán. ¿Picasso habría terminado preso en esta época? Tal vez. ¿Esta época hubiera logrado lo que no lograron Franco o los nazis, meterlo preso? Es una manera abiertamente tendenciosa de expresar una realidad: todos sabemos que, en sus relaciones con mujeres, Picasso poda ser un canalla completo. Si hay doscientas maneras de serlo, él las conocía a todas. Dictaminar que un artista, un mero ser humano, no puede ser un caos de contradicciones, no es un villano de caricatura, es una forma de hipocresía. Definitivamente no tendría una estampita suya.
El sushi era aceptable, tal vez indigno de una ocasión así, pero la champaña estaba muy buena. Igual qué demonios, soy periodista, vivo en Mataderos en un monoambiente alquilado, si sirvieran Pronto Shake o Fernando con chizitos lo disfrutaría igual. Me entretuve con la concurrencia. Federico Manuel Peralta Ramos glosaba el cuento del patito feo diciendo que cualquiera tiene su público hoy: el fracaso era no saber cuál era el de uno. ¿Cuál era el público de Mannheim? ¿Nosotros? ¿Fantino, que tal vez ni podría deletrear su nombre? Cada minuto que pasaba sentía más ganas de irme.
De pronto se corrió un telón que dejó ver una pantalla enorme. Se hizo un silencio torpe, veteado de toses, risas, codas de frases en un tono ahogado en alcohol. En la pantalla apareció un hombre mayor, semicalvo, de unos 60 años muy bien llevados, que por lo que decía resultó ser Mannheim. Fue un error no haber llegado temprano a la ceremonia. También lo fue mi primera impresión: Mannheim pasó cómodamente los 80 años. Tal vez fue un error reírse de su idea de que él era su mejor obra. Hablaba en un correcto inglés con acento vagamente germánico; en la pantalla había subtítulos en castellano. Se expresaba con una voz serena, en un tono tan instantáneamente convincente que resultaba peligrosísimo. Podría haber dicho que dos más dos era cinco y le hubiéramos creído a esa voz. No a esa persona, a ese discurso: a esa voz, a esa entonación. Los chimpancés al menos no se creen animales racionales.
Aceptamos algunos textos críticos cuya complejidad los hace de muy difícil comprensión por su prosodia feliz, por una fluidez sintáctica cercana al poema en prosa. El discurso de Mannheim me los recordó, pero a menudo me hizo preguntarme si en verdad era difícil comprenderlo o si detrás de su atrayente música verbal había un espejo como el de 1959, meros signos dispuestos para que el oyente hiciera con ellos lo más que pudiera. ¿Quién podría arrojar la primera piedra para romper ese espejo?
Mannheim, el Mannheim de la pantalla al menos, dijo que “cancelar a un gran artista daña más a la humanidad que al artista”, frase que fue aplaudida rabiosamente. ¿Qué hubieran hecho entonces los presentes si la hubiera pronunciado Picasso? ¿El Picasso alemán aquí presente hubiera aplaudido hasta destrozarse las manos, colorado de champaña y con aliento a saladito de huevos de codorniz?
Mannheim se hizo tiempo para recordar su obra Asado Crudo de 2013, aquella exposición en San Pablo de cuerpos ametrallados envueltos en bolsas de plástico y manchas de sangre en el piso, y que pretendía ser "un comentario de la violencia que impera en el mundo, de Irak a Colombia, de Darfur a Michoacán y de Virginia a San Pablo". Reconoció que los cuerpos ametrallados eran de sus acreedores brasileños, pero pidió “separar a la obra del artista”. Dijo además, y soy textual porque lo grabé en el smartphone, que “cancelar a un artista era negarle la posibilidad de evolucionar reconociendo sus errores, o al menos deconstruyéndolos para exponerlos de un modo acorde al espíritu del momento”, salvedad que debería haber encendido alarmas pero no, estábamos todos muy entretenidos paladeando la champaña o las empanaditas de almejas del bosque, castañas y cebolla de verdeo. Después de proclamar que “deberíamos estar todos cancelados” por referencia a un ideal de humanidad, en realidad a cualquier ideal de humanidad, anunció que este video era una grabación hecha ayer, y que en este mismo momento estaba terminando de someterse a una deconstrucción definitiva, y que la prueba sería entregada a cada invitado cuando se abriera la degustación de la mesa de dulces, cosa que, recalcó, “será inolvidable”, y desafiará al espectador a “cuestionarse como nunca antes la separación del artista de su obra”. Cayó el telón, volvió el conflicto de bibliotecas bailable, y todos nos perdimos en las delicias del bufé y la champaña. A Jorge Lanata tuvieron de sacarlo de la piscina: se había tropezado, dijeron. Un gordo desnudo que fumaba porro en la entrada de los baños se perdió en un profundo aún más profundo. A Cristina Pérez le pareció un horror, oí decir.
Salí a tomar el fresco de la noche. Tal vez San Juan en esa época del año no era el mejor lugar para buscar fresco. Mario Mactas se había dormido junto a la pileta, con una copa entre las manos. En un pasillo, en una de esas situaciones en las que no hay salida, me encontré con la persona que había dudado en saludar. Recriminaciones, llantos, recuerdos, una hora de ardores en mi habitación, nuevas recriminaciones, nuevos llantos: hay una parte de la ceremonia de cancelación de Hans Dietrich Mannheim que no puedo contar. A eso de las dos de la mañana de una noche espléndida, con el cielo nocturno enjoyado de estrellas, el personal del hotel comenzó a repartir unas delicadas cajitas identificadas como NFT, con el texto “la obra definitiva de Hans Dietrich Mannheim” y la solicitud de no abrirlas hasta nuevo aviso. Hay quien no se pudo contener, a esa altura de la noche, y por comentarios supe que las cajitas contenían un pequeño brillante ceniciento. La cantidad de invitados sugería una inversión inconcebible, o más bien que eran falsos diamantes. ¿Qué es falso y qué no lo es? ¿Qué es un verdadero artista y qué no lo es? Intuí que Mannheim nos correría por ese lado, pero nunca sospeché cómo.
Pasaron los días. Ya pasó el escándalo, sepultado por la crisis en el Mar de la China, la ola de calor en California, la definición de la Copa Libertadores. Examino el diamante en mi monoambiente de Mataderos. La cajita está manchada por el vómito de Juanita Viale: tal vez pueda sacar alguna moneda más si logro autentificarla. Los diamantes de Mannheim aún no cotizan tan bien como deberían: tal vez en unos meses el arte, por fin, salve. Me salve.
El video que nos mostraron a eso de las cuatro de la agitada madrugada en el acontecimiento de San Juan comenzaba con una explicación de la formación de los diamantes, carbonos de formas de vida ya muertas sometidos a presiones y temperaturas formidables en el interior de la Tierra, y agregaba que el proceso podía ser imitado a escala industrial y, en estos agitados días, aún a escala artesanal: sólo requería maquinaria adecuada como la que demostraba poseer Mannheim y materia orgánica, cualquiera. Hubo quien bromeó si nos habían invitado a San Juan para ver un documental del Discovery Channel. Invitación a la cancelación de un artista, recordé, deconstrucción definitiva, recordé, cuestionarse como nunca antes la separación del artista de su obra, recordé,  materia orgánica, cualquiera, y me corrió un frío por la espalda. Los murmullos crecientes no me dejaron oír bien qué dijo Mannheim en el video, con una sonrisita siniestra; enseguida Esmeralda Mitre lanzó un grito de horror. Solté la copa asustado, me di vuelta y fue entonces que Juanita Viale me vomitó encima.
Miro el diamante con aprensión. No me animo a tocarlo, de hecho jamás lo toqué. Buscan a Mannheim en San Juan, en Chile, en Perú, en Buenos Aires, en la Patagonia; hay medios que hablan de la posibilidad de una genial escenificación, de sumas millonarias desaparecidas, de pedidos de captura internacional. Imposible comprobar el material de origen de los diamantes, afirman. Deconstrucción definitiva. Brilla tú, diamante loco.