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DE PASCUAS EN ASCUAS Y CASAS EN (DES)ORDEN

Hoy se cumplen 23 años de las famosas “Felices Pascuas, la casa está en orden” con que Raúl Alfonsín creyó salvar la naciente democracia argentina… al costo de vaciarla de todo contenido participativo y transformador. Esa soleada tarde otoñal del domingo 19 de abril de 1987, la de los militares autoacuartelados, el pueblo en las calles, la dirigencia política reunida en la Casa de Gobierno, la CGT de Saúl Ubaldini llamando a un paro por tiempo indeterminado en defensa de la democracia, marcó el fin de una época y el comienzo de otra.

 

Por empezar por lo menos relevante a largo plazo, marcó el fin de la hegemonía alfonsinista en la sociedad argentina, lo que sería sancionado en las urnas casi cinco meses más tarde: el relevo pasó entonces al justicialismo, primero de la mano de un Antonio Cafiero que lucía demasiado parecido a Alfonsín en muchos sentidos (lo que - hay que decirlo ahora que nadie parece querer recordarlo - para el sentir de la época distaba de ser una virtud), y luego (¡ay de los vencidos!) de la mano del anti-Alfonsín, Carlos Menem. (Visto a la distancia de los años, la derrota de Cafiero ante Menem en las internas peronistas de 1988 se parece demasiado a una tragedia).

El Domingo de Pascuas de 1987 también sirvió de divisoria de aguas en la lucha por ajustar las cuentas con los responsables del estado terrorista, porque las sucesivas leyes de impunidad (Punto Final en diciembre de 1986, Obediencia Debida en ese mismo abril – mayo del ‘87) cancelaron la vía judicial durante más de una década. Sin embargo, y visto con perspectiva histórica, este retroceso (que en su momento fue percibido como una claudicación) efectivamente sirvió para darle un respiro a la democracia argentina, que con el tiempo se haría lo suficientemente fuerte como para imponer su deseo de justicia, esta vez (espero) de modo definitivo.

(Paréntesis a la José Pablo Feinmann, esto es, un paréntesis casi tan largo como el cuerpo principal del artículo y con la densidad de una nota aparte: el argumento de la necesidad de “olvidar para poder seguir adelante” es, además de moralmente canallesco, profundamente ignorante en términos históricos. El baño de sangre de los ’70 es resultado directo de la impunidad de los torturadores de la Sección Especial de la policía de Perón, de la de los aviadores que masacraron a civiles inocentes bombardeando el centro de Buenos Aires de junio de 1955, de la de los fusiladores de obreros de junio de 1956, de la de los asesinos de estudiantes amparados desde el poder durante la Revolución Argentina. La sociedad argentina ya fue demasiado generosa demasiadas veces, y así se le pagó: por eso hoy, ni olvido ni perdón, justicia. Y por otro lado, señoras, señores, si les molesta que los crímenes de las organizaciones guerrillas hayan prescripto y no se pueda juzgar a sus responsables, sepan que ustedes mismos no están exentos de culpa. Por tomar un solo caso, la muerte de José Ignacio Rucci el 25 de setiembre de 1973: el presidente de la Nación , ese día, era Raúl Lastiri. Luego del yerno de José López Rega y durante los siguientes veinticinco años ocuparon la presidencia Juan Domingo Perón, María Estela Martínez de Perón, Jorge Rafael Videla, Roberto Viola, Leopoldo Galtieri, Reynaldo Bignone, Raúl Alfonsín y Carlos Menem ¿Quién, de todos estos mandatarios, hubiera movido un solo dedo para evitar que una investigación judicial desentrañara quiénes fueron los asesinos de Rucci? ¿Quién, desde el poder, les impidió averiguar su identidad? ¿Por qué ustedes no se movilizaron para exigir el esclarecimiento de ese crimen, o el del capitán Viola y su hija, o el de Arturo Mor Roig, o para pedir que se sepa toda la verdad sobre el secuestro de los hermanos Born? ¿Ahora se acuerdan de acudir a los tribunales, tres décadas después? En cambio, y en ese mismo lapso, a los familiares de desaparecidos no se les privó de ninguna infamia, de ninguna burla a su deseo de verdad y de justicia, con la sola excepción de los tres primeros años de la presidencia de Alfonsín. Por todo esto, discúlpenme de que piense que su repentino y sobreactuado deseo de justicia para con los integrantes de Montoneros, FAR y ERP no es digno de la menor confianza).

Llego al fin a las que considero la consecuencia más duradera, la más desgraciada y la más importante del “Felices Pascuas”: ese día terminó de dejarnos en claro a todos los ciudadanos que la política (tal como la entendían nuestros principales dirigentes) no nos necesitaba; peor aún, que éramos un estorbo. Dicho en otros términos: en la política argentina, a partir de ese día comenzó a pesar menos un millón de personas en Plaza de Mayo que la negociación entre cuatro paredes con “los factores de poder”. (No por nada, el Ministro del Interior de ese gobierno pasó a ser, un tiempo después, nada menos que Enrique Nosiglia). Temeroso de acudir a una movilización popular que ya no podría conducir, Alfonsín apostó a salvar su gobierno a través de las periódicas reuniones con los “capitanes de la industria” de una burguesía nacional parasitaria, de la entrega del Ministerio de Trabajo a la fracción corleonista de la CGT , de la renuncia a cuestionar un orden internacional que condenaba a nuestros países a desangrarse pagando una deuda impagable, de la ya mencionada claudicación ante la corporación militar, de la renuncia a malquistarse con la Iglesia. Agreguemos a este programa de gobierno una dosis extra de cinismo y una concepción voluptuosa del poder, quitémosle todo rastro de sentimiento de culpa pequeñoburgués y obtendremos la definición de lo que representó el menemismo; quitémosle a ese programa los sobretonos fundacionales típicos del alfonsinismo y obtendremos el programa práctico de la Alianza. En verdad, el reverso de ese 19 de abril de 1987 es otro 19, el 19 de diciembre de 2001, el día en el que esa concepción de la política que terminó de cuajar en ese desangelado 1987 llegó a su culminación, en el doble sentido de finalización y de coronación.

Lo que vino después de 2001... Eso es otra historia.   

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