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EL CAMPEÓN DE VILLA FIORITO

PRIMER ROUND José Andrés Segovia nació en Teniente Moreno, un pueblito de la provincia de Formosa que ya no existe, el 12 de setiembre de 1971, el mismo día en el que una creciente del río Paraguay obligó a su familia a abandonar al furor de las aguas los pocos bienes con que contaban. "Por acá, Dios no pasó" tituló Crónica tres días después, en una nota en la que mostraba la miseria siniestra del lugar, por si fuera poca agravada por el desastre natural. Tercer hijo de los seis que tuvieron Pedro Silverio Segovia, paraguayo, y Josefa Raimunda Romero, formoseña, José Andrés por poco nació en un bote de Gendarmería Nacional. [Publicado originalmente en diciembre de 2010 en Televicio Webzine].

Su padre pensaba que pronto iban a volver a habitar su ranchito, una vez que bajaran las aguas; lo cierto es que, unos pocos días después, el pueblo entero desapareció bajo el río embravecido. La familia Segovia tuvo entonces que bajar hasta Buenos Aires, a la precaria vivienda que un hermano de Josefa ocupaba en Villa Fiorito (José Andrés gustaba decir que "habían bajado en un camalote"). Pedro Segovia enseguida encontró trabajo, como sereno en una fábrica de heladeras. Uno de los primeros recuerdos de José es su padre diciendo que "los había traído la inundación" y que en la capital "nos va a ir mejor".

SEGUNDO ROUND

De su niñez, José decía que nunca había podido aprender bien la tabla del dos, pero que sabía perfectamente cuánto pesaba media res. Dejó la escuela a los once años. Trabajó en una carnicería, hizo el reparto de una frutería, vendió diarios en Banfield y banderines y vinchas en el estadio de Lanús. A los catorce años se subió por primera vez a un ring , "y desde entonces no me bajé más" me dijo una vez, con una sonrisa amarga, típica en él.

Sería ocioso repetir aquí su historial de triunfos, su impresionante registro de victorias antes del límite, o recordar su estilo salvaje, escasamente técnico, de un coraje lindante con la inconsciencia: en estos días, los medios hablan solamente de eso. Su carrera fue meteórica: cuando se lo señalé, me contestó que había llegado al título mundial cuando todavía le dolían los golpes de su primer rival.

TERCER ROUND

"En el boxeo, por lo menos, cada tres minutos suena la campana, me siento en el banquito, me dan agua, mi entrenador [su amigo y segundo padre, don César Romano] me dice qué estoy haciendo bien y qué estoy haciendo mal. En la vida, la campana a veces parece que no va a sonar nunca" (José Andrés Segovia en El Tigre Formoseño, Editorial Atlántida, página 83).

CUARTO ROUND

"Señor, yo sé lo que es irse a la cama sin haber comido en todo el día. Ahora tengo dinero. El dinero está para gastarlo ¿no? Me gusta el caviar: me lo hizo probar Don King en Las Vegas cuando noqueé al dominicano Menéndez. Gané mucha plata, pero la que no me robó mi manager se la gasta mi mujer. A mí me gusta compartir lo que tengo: la primera bolsa grande que cobré, prácticamente la gasté a la noche siguiente. Invité a comer a mis amigos de la villa y a mis parientes a un restaurante en el centro y pedí lomo a la pimienta para veinticinco, 'porque me da el cuero', me acuerdo que le dije al mozo. Había mucha gente en las otras mesas, pero todavía era temprano y no le habían servido la comida a casi nadie. Como nos empezaron a mirar con mala cara, llamé al dueño, le pregunté cuánto se debía, le tiré la plata en la cara, me paré y le dije a la gente de las otras mesas que los invitaba a comer en el restaurante de enfrente, porque ahí [donde estábamos] veían mal que comiera gente humilde. El tipo me pidió de rodillas que me quedara. Me dio un poco de asco, pero pensé que a lo mejor tenía familia que mantener y nos quedamos. ¡No sabe cómo nos atendieron! Igual terminé pagando todas las mesas". (J. A. S. en "Charla con el Olimpia de Oro", Clarín, 23 de diciembre de 1993).

QUINTO ROUND

José Andrés Segovia declaró a Playboy, número de setiembre de 1994: "Una vez se me apareció en una disco una de esas chicas de la televisión. Me quería levantar, no sabés cómo se me regalaba. Bueno, me la llevé en el auto, y cuando quise coger, se hizo la estrecha y me dijo que le regalara un coche como el mío. Le di un par de bifes livianitos, cosa de hacerle sangrar la boca, nada más, y la besé y le empecé a sacar la ropa. Parece que le gustó, porque después casi me violó. Quedamos en vernos otra vez, y entonces me pidió que le pegara y que la cogiera por el culo, que le rompiera bien el orto. Esa noche... cuatro rounds. Le pagué un crucero por el Caribe, para ella y una amiga. Yo no fui porque la Negra ya empezaba a sospechar. En el viaje se levantó a un empresario chileno. Ahora vive en Viña del Mar, y cada tanto me llama y me dice que como yo no hay".

" La Negra" es Gabriela Montes, su esposa, a quien conoció en un baile de barrio cuando él tenía 19 y ella 13. Se casaron a los tres años, después de que José alcanzara el título mundial mediano tras vencer al inglés de origen guyanés Alí Hassan en Atlantic City. Gabriela estaba embarazada; después sufriría un aborto espontáneo. Desde febrero de este año, la pareja estaba separada de hecho.

SEXTO ROUND

Segovia era un ídolo popular bastante particular. No le entusiasmaban las adulaciones que acompañan a todos los campeones. "Cuando yo me cagaba de frío en una casilla de chapas no venía nadie a invitarme a comer, o a sacarse fotos conmigo" me dijo cuando le pregunté por la fama. Bastante reacio a las fotos, los sets de televisión, los reportajes (aunque el fragmento de la nota de Playboy que reproducimos sugiera lo contrario) se destacaba por cierto humor agrio que no medía situaciones ni interlocutores. Cuando una famosa estrella televisiva le hizo la por demás obvia pregunta de si se sentía contento por su reciente título mundial, preguntó si todo el reportaje iba a ser así. "Ahora soy Gardel, estoy forrado en guita, están todos pendientes de lo que digo. El otro día me invitaron a comer a Olivos y les contesté que si yo fuera pobre, no me invitarían ni a comer las migas del mantel" (Clarín, artículo citado). Yo fui testigo de su simpatía y su cariño por su familia y sus amigos; en público, siempre mostró un mal disimulado rencor manso hacia la sociedad, que sólo parecía explotar cuando lanzaba esa terrible batería de golpes que desarbolaba a sus rivales. Pero esto tal vez sea sociología de cafetín.

SÉPTIMO ROUND

Fuera de ese rechazo a la invitación a comer en la residencia presidencial, es muy raro encontrar en la prensa referencias a sus opiniones políticas. Esquivaba ese tema en todas sus entrevistas. Sabemos que sus padres son consecuentes votantes del peronismo, en esa actitud que es más una ofrenda de gratitud a Perón y Evita que una elección de un candidato de ese partido.

Ciertos gestos de José lo muestran bajo luces contradictorias, cuando no cambiantes: a la ya citada respuesta a la invitación del presidente Menem se contrapone su firma en una solicitada previa a las elecciones del 14 de mayo [de 1995], apoyando la fórmula Menem - Ruckauf (es la célebre solicitada firmada por deportistas, algunos fallecidos ya hacía años, y otros a quienes ni siquiera se les consultó si aceptaban ser incluidos, lo que ocasionó un pequeño revuelo en la semana previa a la votación). No se supo si José se encontraba entre estos últimos. Hay también un elogio "a los gobiernos de machos como yo, como los de Duhalde, Fidel Castro o Pinochet" (sic) y una casi simultánea (y premonitoria) crítica a la policía provincial de Buenos Aires y su "gatillo fácil".

En lo que podría ser una declaración de principios, José dijo a Crónica, el 8 de agosto de 1992: "yo sé que hay gente que me odia sólo porque soy un villero, un negro, un grasa, y tengo más guita que ellos ¿Cómo un cabecita negra como yo va a vivir como un rey? Son los que esperan que yo pierda, los que se asustan cuando ven que me visto bien o que ando en un auto caro. Y me gusta que esa gente no esté conmigo. Es mejor así. Yo estoy con los que levantan el parquet para hacer asados. ¿Y qué? Si quiero lo levanto y mañana lo hago colocar de nuevo".

OCTAVO ROUND

El Panza Videla, Carlitos Suárez, la Vieja Motta y el Turco Hammadi eran sus amigos de toda la vida. Compañeros de baile, de idas a la Federación de Box y a la cancha a ver a San Lorenzo ( La Vieja fue miembro de su barra brava, por lo menos durante un tiempo). La Vieja y Carlitos tenían antecedentes policiales menores (estuvieron presos por arrebatarle la cartera a un cobrador a la salida de un banco). José confiaba en ellos como en sí mismo; eran casi hermanos.

La noche del sábado 8 al domingo 9 de julio [de 1995] los cinco tenían pensado ir a una bailanta muy conocida en Avellaneda. José tenía su Peugeot importado en el taller mecánico, y le había prestado su Escort a su hermano Leandro. Pensaban ir en el Renault 19 que José le había regalado a la barra (el automóvil estaba solamente a nombre de Suárez, que le había ganado una apuesta al resto de la barra). Carlitos lo chocó el sábado a la tarde, según se desprende de las actuaciones judiciales, y tal vez por no ganarse el reproche de los demás, tal vez por diversión, robó un auto idéntico al suyo en Palermo Chico, entre las diez y las once de la noche del sábado.

El auto robado tenía el motor "retocado", según declaró su dueño, y es seguro que los cinco amigos lo hicieron volar por las calles porteñas. Ya en la provincia, se detuvieron ante un paso a nivel, donde los vio un móvil policial. Cuando se levantaron las barreras, el R-19 salió a toda velocidad, patinando sobre el asfalto humedecido por una fría llovizna. Ya había pasado el tren; ya habían pasado veinte minutos de las doce. Habían pasado muchas cosas, pero Dios, esa noche, no pasó.

NOVENO ROUND

El informe policial habla de un Renault 19 rojo, chapa de Capital, modelo 1993, robado en Palermo Chico y visto por un móvil en un paso a nivel de Avellaneda, con cinco sujetos a bordo, que desobedeció la orden de alto y obligó a los efectivos de dos patrulleros a hacer fuego cuando intentó abrirse paso a través de la barrera formada por los policías. Hasta aquí la versión oficial; hay testigos que dicen que no hubo voz de alto, que el auto no se abalanzó hacia los policías sino que pasó sin ser detenido, y que se trató de un cruento ejercicio de tiro al blanco. Una ejecución.

Las fotografías del R-19 lo muestran taladrado por centenares de impactos de bala, estrellado contra un camión estacionado. Sobre el asfalto, cubierto de un barro sanguinolento salpicado de un picadillo de vidrios rotos y pedacitos de carne humana, bajo una sábana blanca manchada de rojo, el cuerpo de José Andrés Segovia esperaba la llegada de la ambulancia. Cuando arribé junto con el fotógrafo de la revista, se lo estaban llevando a la morgue judicial. La llovizna ya era lluvia pertinaz, y la madrugada ya era una mañana desapacible de invierno. Fue la última vez que vi a José.

DÉCIMO ROUND

Quedan unos despojos enterrados en el cementerio de la Chacarita, de los que no se pudieron extraer más que tres balas; el forense calculó que tendría otras ocho adentro. Queda un escándalo nacional donde sólo hubiera habido un silencio complaciente ante un ajusticiamiento más, de no haber estado dentro de un R-19 rojo uno solo de sus ocupantes, quien así libra una batalla póstuma por la dignidad de los que son habituales presas de caza de la prepotencia policial. Queda una viuda a la que cuesta llamar viuda. Quedan padres y hermanos, aturdidos por un dolor que no llegan a entender y del que, en el fondo, descreen: su madre piensa que, en cualquier momento, José volverá como siempre, trayendo unas cajas de ravioles para almorzar con toda la familia. Queda una casa enorme en San Isidro, en la que nadie ya soporta vivir un minuto más. Queda un Peugeot 205 en un taller mecánico, de donde nadie aún se acordó de retirarlo, y que es objeto de una peregrinación por parte de muchos curiosos, que quieren ver el auto que el campeón ya no volverá a usar. Quedan otras cuatro familias destrozadas, de las que nadie habla porque, en el fondo, se cree que lo tienen merecido. Queda una fortuna difícil de estimar, por el desorden con que se la manejó, pero que sin duda es suficiente para generar un laberinto judicial de los que la prensa no sabe prescindir. Queda una foto de José junto con Diego Maradona, su gran ídolo, en la que José tiene en su cara una expresión de alegría sólo sobrepasada por la incredulidad de estar junto a un grande de verdad, un antiguo vecino. Justo él, José, que nunca supo cómo fue que un adolescente alto y raquítico, de pelo largo y ojos tristones, se convirtió en diez años en una de las poquísimas figuras del boxeo nacional. En el fondo, José seguía siendo ese adolescente, y tal vez creía que el éxito que amenazaba con perderlo era sólo un sueño de pobre.

Queda el recuerdo de un hombre que dijo que sus dos (exitosas) primeras defensas del título no le proporcionaban ninguna alegría, porque había peleado "con unos 'paquetes' que me consiguió mi manager para hacer un poco de plata", y que recordaba con agrado su cuarta (y última) defensa, contra el dominicano Menéndez, "porque fue una pelea de verdad. ¡Qué duro que pega el negro ése!" Queda, obviamente, un cetro vacante, pero eso es lo de menos. Queda un hombre de cincuenta y seis años, canoso, de pocas pero sabias palabras, un maestro de campeones, don César Romano, dejándose morir de tristeza en una casa que le regaló su más querido discípulo. Quedan kilos de hojarasca periodística, horas y horas de palabrerío banal, queda un absurdo que es demasiado brutal para ser real. Queda el recuerdo de un joven cuerpo muerto, cubierto por una sábana, tirado sobre el asfalto, esperando una campana salvadora que no sonará jamás.

Agosto de 1995.

 

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