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A VEINTIÚN AÑOS DEL COMIENZO DE LA PRIMERA PRESIDENCIA DE CARLOS MENEM

El pasado 8 de julio se cumplieron veintiún años (!) de la asunción de Carlos Menem como Presidente de la Nación. Tenía pensado publicar ese día una nota sobre la visión unidimensional y carente de matices que impera sobre la (en definitiva desgraciada) década de nuestra historia que empezó aquel día, pero el tiempo es muy tirano en Internet (?) y me fue imposible escribirla hasta este preciso momento. (No, señora, ése no, éste). Así que, bueno, señor lector, si desea internarse en dicha nota, disponga usted de las cámaras (?).

 

No me dispongo a presentar una lectura inédita sobre el menemismo (acá hay un valioso ejemplo de alguien que se me adelantó en varios meses) ni me dispongo a reinvindicarlo, o a negar su fino trabajo de demolición de todos y cada uno de los instrumentos necesarios para la existencia de un proyecto nacional de desarrollo e integración social (desde la educación pública hasta los ferrocarriles e YPF) sino a señalar las que, a mi criterio, son algunas deficiencias de la lectura del menemismo predominante en estos años kirchneristas. (No, tampoco voy a caer en la chicana facilista de remarcar que hubo pocos gobernadores más afines a Menem y Domingo Cavallo que Néstor Kirchner: para eso ya está Darío Gallo. De paso, aprovecho a señalar que la ruptura de Kirchner con Menem no se produjo en 2002 o 2003, muchachos, sino en fecha tan temprana como 1995-96).

 

La primera deficiencia de la visión predominante sobre el menemismo es que desconoce que Carlos Menem no sólo ganó inobjetablemente la elección presidencial de 1989 (cuando ocultó al pueblo el programa de acción que se disponía a aplicar) sino también la de 1995, cuando estaba muy claro quiénes eran los principales beneficiarios de sus políticas y quiénes los principales perjudicados. La mayoría del pueblo argentino lo votó: si de verdad somos respetuosos del carácter soberano de la voluntad popular expresada mediante el voto, esa aprobación masiva a una política que comprometían seriamente el futuro del país nos debería inspirar un esfuerzo por comprenderla, más que una serie de opiniones denigrantes y disimuladamente antidemocráticas sobre la sabiduría de dicha aprobación masiva. (Jamás podrá haber destino de mayoría para una línea de pensamiento que presuma que la gente “no sabe votar”). Por empezar, en estos casos convendría poner el foco menos en los ganadores que en los derrotados; menos en la presunta ignorancia o torpeza del votante de un político manifiestamente impresentable que en la torpeza contante y sonante de los que no supieron vencer a dicho político manifiestamente impresentable. El menemismo llegó al poder en 1989 porque era la única, repito, la única opción existente tras el derrumbe del alfonsinismo, derrumbe para el que aportó lo suyo pero que de ninguna manera provocó: el alfonsinismo ya estaba en retirada desde abril de 1987, cuando quedó en evidencia su incapacidad para defender a la sociedad del fuego cruzado de la corporación militar, de los entonces llamados capitanes de la industria y de los acreedores externos representados por el Fondo Monetario Internacional. Y fue reelecto en 1995 porque ni el teleprogresismo gatopardista de José Octavio Bordón y Chacho Álvarez ni los náufragos del radicalismo encabezados por Horacio Massaccesi tenían algo que ofrecer aparte de discursos y denuncias. Fue, además, la victoria electoral más triste que yo recuerde: nadie festejó esa victoria de Menem.

 

Otra cuestión a señalar es la de la corrupción de ese gobierno. Recuerdo el caso de la Ferrari regalada a Menem por dos empresario italianos interesados en un negocio; recuerdo innumerables escándalos como los de la leche adulterada de Vicco, los guardapolvos de Bauzá, las coimas pedidas a Swift por Emir Yoma, la contratación de los sistemas de IBM para el Banco Nación y la entonces DGI, la "mafia del oro", la "aduana paralela", las armas contrabandeadas a Ecuador y Croacia… (Por no hablar de temas de importancia insignificante, en este contexto y en cualquier contexto, como las aventuras de alcoba del riojano). Pero el acto de corrupción más escandaloso y más dañino para el interés nacional cometido por el menemismo, la venta de YPF a precio de ganga, no mereció ni tapas de Noticias o Clarín, ni manifestaciones de repudio de un millón de personas en la calle, ni siquiera la negativa tajante de las fuerzas opositoras a convalidar el negociado: cuando el dirigente radical Osvaldo Álvarez Guerrero osó declarar que su partido desconocería la venta de retornar al gobierno, sufrió el repudio de sus propios correligionarios. (De más está decir que, cuando el radicalismo volvió al poder en 1999, adoptó la postura de hecho consumado). Surge aquí una conclusión perfectamente aplicable a estos gobiernos kirchneristas: cuando la corrupción beneficia a meros políticos de provincia, no hay paraguas mediático que resguarde a los corruptos de la lógica indignación de aquellos que penan para obtener cada peso que ganan; pero cuando la corrupción engorda los bolsillos del verdadero Poder, el poder económico concentrado, se puede dar por seguro que los medios siempre proclives a detectar la menor contradicción en las declaraciones juradas de los funcionarios ni siquiera se darán por enterados.

 

Y otro tema que a menudo se olvida es que es imposible aceptar la visión infantil de que el menemismo fue poco menos que el Mal: por más que, en perspectiva, sus logros palidezcan en comparación con sus puntos oscuros, esos logros existieron, ayudaron a darle legitimidad a los dos gobiernos de Carlos Menem y, lo que es más importante, ayudaron a que nuestra sociedad, la sociedad del año del Bicentenario, fuera en algunos aspectos mejor de lo que era aquel 8 de julio de 1989. Por empezar (cierto que en parte por vías tortuosas, como los indultos a los ex comandantes) Menem acabó para siempre con el Partido Militar, el principal agente disciplinador de todo gobierno popular desde 1930. Sólo por ese logro de trascendencia histórica, y (repito) a pesar de todas las desventuras que sus políticas acarrearon al pueblo argentino, Menem se merece que su busto ocupe un lugar en la galería de los presidentes en la Casa Rosada.

 

Más allá de los motivos (algo que, en perspectiva histórica, difícilmente debería importarnos menos) Menem también acabó con el oprobio que para ese entonces era el servicio militar obligatorio, sacrificio del soldadito Carrasco mediante. También liquidó los conflictos limítrofes con Chile, fortaleció las relaciones comerciales con nuestros socios del Mercado Común del Cono Sur, modernizó la infraestructura del país (en especial la vial y la de las telecomunicaciones), mantuvo la inflación bajo control (bien que al costo - a la larga fatal - de resignar todo grado de libertad en la política cambiaria), recuperó al presupuesto anual como herramienta de gestión y control, modernizó la contabilidad pública, fortaleció a la agencia federal dedicada al cobro de impuestos (entonces DGI, hoy AFIP) y otorgó rango constitucional a los tratados internacionales suscriptos por la Nación mediante la reforma de 1994, decisión que resultaría vital, en 2005, para encontrar un resquicio legal que permitiera decretar la inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. En otro orden, durante sus dos mandatos rigió una absoluta libertad de expresión, y sus años fueron asimismo testigos de un acelerado proceso de liberalización de costumbres (comenzado durante el alfonsinismo) que sacudió la mojigatería represiva que arruinara la vida privada de varias generaciones de argentinos. ¿Que todos estos hechos no alcanzan para exculparlo de sus peores fechorías? Claro que no, y vuelvo a aclarar que no era ése el objetivo de estas líneas. Sí espero que ayuden a tener una visión un poco más abarcativa y menos simplista de aquellos años cruciales. El lector sabrá juzgar hasta qué punto lo logré.

 

 

[ADENDA DEL 31/07/10: hoy me pareció necesario aclarar dónde estaba yo durante los '90, porque es justo decir, entre tantas críticas a los medios y a la oposición de la época, que yo tampoco salgo intacto. Tras una breve y no muy activa militancia radical en 1985-87, en 1989 voté en blanco para presidente, asqueado porque las alternativas (puramente nominales) eran Menem, Angeloz y Alsogaray. (Dios santo...). En 1991 voté al radical Pugliese como gobernador de la provincia de Buenos Aires y voté en blanco a diputados (en rechazo al Marciano Moreau). En 1993 voté como diputado a Freddy Storani (mi Dios), en 1994 voté la lista del Frente Grande para la Convención Constituyente, en 1995 a Bordón - Álvarez, en 1997 y 1999 a la Alianza, en 2001 al Polo Social para senador (el padre Farinello) y al ARI para diputados, y en 2003 a Alfredo Bravo en primera vuelta y, de haber habido balotaje, hubiera votado a Kirchner. O sea que, en toda esa época y en su secuela inmediata, me caben casi todas las críticas expuestas. Leía Noticias de prestado, Humor (hasta 1995) y cada tanto el Página/12 de Lanata, me entretuve repudiando los latrocinios del menemismo, me reí como todos de las historias de alcoba del Sultán... y mi inteligentísima respuesta fue ayudar a llegar al poder a Fernando De La Rúa ( mi único voto victorioso a nivel presidencial a la fecha). En compensación, un par a mi favor: me indigné con la venta de YPF y con el silencio que la acompañó; me negué a abandonar el sistema de reparto y a comprar los espejitos de colores de las AFJP en 1994].

 

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