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A CINCUENTA AÑOS DE
LA VERDAD SOBRE EL CASO DEL SEÑOR ALDEMAR
De ninguna manera me parece sorprendente que el extraordinario caso del señor Aldemar haya provocado tantas discusiones. Hubiera sido un milagro que ocurriera lo contrario, especialmente en tales circunstancias. Aunque todos los participantes deseábamos mantener el asunto alejado del público —al menos por el momento, o hasta que se nos ofrecieran nuevas oportunidades de investigación—, a pesar de nuestros esfuerzos no tardó en difundirse una versión tan espuria como exagerada, que se convirtió en fuente de muchas desagradables tergiversaciones y, como es natural, de profunda incredulidad.
El momento ha llegado de que yo dé a conocer los hechos —en la medida en que me es posible comprenderlos—. Helos aquí sucintamente.
Durante los últimos años el estudio del hipnotismo había atraído repetidamente mi atención. Hace unos nueve meses, se me ocurrió súbitamente que en la serie de experimentos efectuados hasta ahora existía una omisión tan curiosa como inexplicable: jamás se había hipnotizado a nadie in articulo mortis. Quedaba por verse si, en primer lugar, un paciente en esas condiciones sería susceptible de influencia magnética; segundo, en caso de que lo fuera, si su estado aumentaría o disminuiría dicha susceptibilidad, y tercero, hasta qué punto, o por cuánto tiempo, el proceso hipnótico sería capaz de detener la intrusión de la muerte.
Pensando si entre mis relaciones habría algún sujeto que me permitiera verificar esos puntos, me acordé de mi amigo Aldemar Genserico de Souza Carracedo, un pequeño hacendado brasileño que poseía unas tierras en la vecindad de la localidad de Puerto Casado, sobre el río Paraguay. Aldemar (que no tenía parientes) tenía un temperamento muy nervioso, que le convertía en buen sujeto para experiencias hipnóticas. Dos o tres veces le había adormecido sin gran trabajo, pero me decepcionó no alcanzar otros resultados que su especial constitución me había hecho prever. Su voluntad no quedaba nunca bajo mi entero dominio. Atribuía yo aquellos fracasos al mal estado de salud de mi amigo. Unos meses antes de trabar relación con él, su médico le había declarado tuberculoso. El señor Aldemar acostumbraba referirse con toda calma a su próximo fin, como algo que no cabe ni evitar ni lamentar.
Cuando las ideas a que he aludido se me ocurrieron por primera vez, lo más natural fue que acudiese a Aldemar. Le hablé francamente del asunto y, para mi sorpresa, noté que se interesaba vivamente. Su enfermedad era de las que permiten un cálculo preciso sobre el momento en que sobrevendrá la muerte. Convinimos, pues, en que me mandaría llamar veinticuatro horas antes del momento fijado por sus médicos para su fallecimiento.
Hace más de siete meses que recibí una nota, de puño y letra de Aldemar, encareciéndome que acudiera presto a su hacienda. Tres horas más tarde estaba en el dormitorio del moribundo. No le había visto en los últimos diez días y me aterró la espantosa alteración que se había producido en tan breve intervalo. Su rostro tenía un color plomizo, no había el menor brillo en los ojos y, tan terrible era su delgadez, que la piel se había abierto en los pómulos. Expectoraba continuamente y el pulso era casi imperceptible. Conservaba no obstante una notable claridad mental, y cierta fuerza. Me habló con toda claridad Se mantenía sentado en el lecho con ayuda de varias almohadas, y estaban a su lado los señores Avelino Policarpo Roa, de la vecina localidad de Piripipí del Yi, y el doctor Ernesto Farías, su médico personal y médico al servicio de la firma angloargentina Carlos Casado, propietaria del puerto homónimo y de todas las tierras entre el río Averiguaré y el Pozo Vacante.
Luego de estrechar la mano de Aldemar, llevé aparte al doctor Farías y le pedí que me explicara detalladamente el estado del enfermo. Según el facultativo, el pulmón izquierdo se hallaba en un estado cartilaginoso, la parte superior del pulmón derecho aparecía parcialmente osificada, con la consistencia de una rótula de futbolista, y la inferior era una masa de tubérculos purulentos que se confundían unos con otros. Existían varias perforaciones y en un punto se había producido una adherencia permanente a las costillas. "Eso no es nada" - afirmaba en sus últimas días mi pobre amigo - "encima salieron sabañones. ¡A usted le parece, con 40 grados a la sombra! ¡No sabe cómo pican! Y por si fuera poco, desde que me dijeron que estoy tuberculoso tengo unos retorcijones...". Farías opinaba que Aldemar moriría hacia la medianoche del día siguiente (un domingo). Eran ahora las siete de la tarde del sábado.
Una vez que estuve a solas con Aldemar, hablé francamente sobre su próximo fin, y me referí en detalle al experimento que le había propuesto. Nuevamente se mostró dispuesto, e incluso ansioso por llevarlo a cabo. Aplacé el experimento hasta las ocho de la noche del día siguiente, esperando la llegada de un estudiante de medicina de mi conocimiento, el señor G. S. L. Rímolo (en razón de un atendible pedido de su familia, mantendré sus nombres en reserva para resguardar su identidad).
El señor Rímolo tuvo la amabilidad de tomar nota de todo lo que ocurriera. Lo que voy a relatar ahora procede de sus apuntes.
Faltaban cinco minutos para las ocho cuando, después de tomar la mano de Aldemar, le pedí que manifestara con toda la claridad posible, en presencia de Rímolo, que estaba dispuesto a que yo le hipnotizara en el estado en que se encontraba. Débil, pero distintamente, el enfermo respondió: «Sí, quiero ser hipnotizado», agregando de inmediato: «Me temo que sea demasiado tarde. Ah, qué dolor de vientre...»
Mientras así decía, empecé a efectuar los pases que en las ocasiones anteriores habían sido más efectivos con él. Sentía indudablemente la influencia del primer movimiento lateral de mi mano por su frente, pero, aunque empleé todos mis poderes, me fue imposible lograr otros efectos hasta algunos minutos después de las diez.
Durante un cuarto de hora su pulso era imperceptible y respiraba entre estertores, a intervalos de medio minuto. Al expirar este período, sin embargo, un suspiro perfectamente natural, aunque muy profundo, escapó del pecho del moribundo, mientras dejaban de percibirse los estertores; en cuanto a los intervalos de la respiración, siguieron siendo los mismos. Las extremidades del paciente estaban heladas.
A las once menos cinco, advertí inequívocas señales de influencia hipnótica. La vidriosa mirada de los ojos fue reemplazada por esa inconfundible expresión de intranquilo examen interior. Mediante unos rápidos pases laterales hice palpitar los párpados, como al acercarse el sueño, y con unos. pocos más los cerré por completo.
Al dar esto por terminado era ya medianoche y pedí a los presentes que examinaran el estado de Aldemar. Luego de unas pocas verificaciones, admitieron que se encontraba en un estado insólitamente perfecto de trance hipnótico. La curiosidad de todos se había despertado en sumo grado. El doctor Farías y Rímolo decidieron quedarse toda la noche.
Dejamos a Aldemar en completa tranquilidad hasta las tres de la madrugada, hora en que me acerqué y vi que seguía en el mismo estado. Respiraba sin esfuerzo, aunque casi no se advertía su aliento, salvo que se aplicara un espejo a los labios. Los ojos estaban cerrados con naturalidad y las piernas tan rígidas y frías como si fueran de mármol. No obstante ello, la apariencia general distaba mucho de la de la muerte.
Al acercarme intenté un ligero esfuerzo para influir sobre el brazo derecho, a fin de que siguiera los movimientos del mío, que movía suavemente sobre su cuerpo. En esta clase de experimento jamás había logrado buen resultado con Aldemar, pero ahora, para mi estupefacción, vi que su brazo, débil pero seguro, seguía todas las direcciones que le señalaba el mío. Me decidí entonces a intentar un breve diálogo.
—Aldemar..., ¿duerme usted? —pregunté.
No me contestó, pero noté que le temblaban los labios, por lo cual repetí varias veces la pregunta. A la tercera vez, todo su cuerpo se agitó con un ligero temblor; los párpados se levantaron lo bastante para mostrar una línea del blanco del ojo; moviéronse lentamente los labios, mientras en un susurro apenas audible brotaban de ellos estas palabras:
—Sí… ahora duermo. ¡No me despierte! ¡Déjeme morir así!
Palpé los miembros, encontrándolos tan rígidos como antes. Volví a interrogar al hipnotizado:
—¿Sigue sintiendo dolor en el pecho, Aldemar? ¿Sigue sintiendo los sabañones? ¿Los retorcijones? - La respuesta tardó un momento y fue aún menos audible que la anterior:
—No sufro... Me estoy muriendo.
No me pareció aconsejable molestarle más por el momento, y no volví a hablarle hasta poco antes de la salida del sol. Luego de tomarle el pulso y acercar un espejo a sus labios, Farías me pidió que le hablara otra vez, a lo cual accedí.
—Aldemar —dije—. ¿Sigue usted durmiendo?
Como la primera vez, pasaron unos minutos antes de lograr respuesta, y durante el intervalo el moribundo dio la impresión de estar juntando fuerzas para hablar. A la cuarta repetición de la pregunta, y con voz que la debilidad volvía casi inaudible, murmuró:
—Sí... Dormido... Muriéndome.
De pronto se produjo un notable cambio en las facciones del hipnotizado. Los ojos se abrieron lentamente, aunque las pupilas habían girado hacia arriba; la piel adquirió una tonalidad cadavérica, más semejante al papel blanco que al pergamino, y los círculos hécticos, que hasta ese momento se destacaban fuertemente en el centro de cada mejilla, se apagaron bruscamente. Empleo estas palabras porque lo instantáneo de su desaparición trajo a mi memoria la imagen de una bujía que se apaga de un soplo. Al mismo tiempo el labio superior se replegó, dejando al descubierto los dientes que antes cubría completamente, mientras la mandíbula inferior caía con un sacudimiento que todos oímos, dejando la boca abierta de par en par y revelando una lengua hinchada y ennegrecida. Supongo que todos los presentes estaban acostumbrados a los horrores de un lecho de muerte, pero la apariencia de Aldemar era tan espantosa en aquel instante, que se produjo un movimiento general de retroceso.
Comprendo que he llegado ahora a un punto de mi relato en el que el lector se sentirá movido a una absoluta incredulidad. Me veo, sin embargo, obligado a continuarlo.
El más imperceptible signo de vitalidad había cesado en Aldemar, cuando nos fue dado observar un fuerte movimiento vibratorio de la lengua. La vibración se mantuvo aproximadamente durante un minuto. Al cesar, de aquellas abiertas e inmóviles mandíbulas brotó una voz que sería insensato pretender describir. Es verdad que existen dos o tres epítetos que cabría aplicarle parcialmente: puedo decir, por ejemplo, que su sonido era áspero y quebrado, así como hueco. Pero el todo es indescriptible, por la sencilla razón de que jamás un oído humano ha percibido resonancias semejantes. Dos características, sin embargo, pueden ser señaladas como propias de aquel sonido y dar alguna idea de su calidad extraterrena. En primer término, la voz parecía llegar a nuestros oídos (por lo menos a los míos) desde larga distancia, o desde una caverna en la profundidad de la tierra. Segundo, me produjo la misma sensación (temo que me resultará imposible hacerme entender) que las materias gelatinosas y viscosas producen en el sentido del tacto.
He hablado al mismo tiempo de «sonido» y de «voz». Quiero decir que el sonido consistía en un silabeo clarísimo, de una claridad incluso asombrosa y aterradora. El señor Aldemar hablaba, y era evidente que estaba contestando a la interrogación formulada por mí unos minutos antes. Como se recordará, le había preguntado si seguía durmiendo. Y ahora escuché:
—Sí... No... Estuve durmiendo... y ahora... ahora... estoy muerto.
Ninguno de los presentes pretendió siquiera negar ni reprimir el inexpresable, estremecedor espanto que aquellas pocas palabras, así pronunciadas, tenían que producir. Rímolo cayó desvanecido. El señor Roa gritó "cosa 'e Mandinga, che" y huyó raudamente. Fue imposible convencerlo de que volviera.
Ya el espejo no proporcionaba pruebas de la respiración de Aldemar. Fue inútil que tratáramos de sangrarlo en el brazo. Debo agregar que éste no obedecía ya a mi voluntad. En vano me esforcé por hacerle seguir la dirección de mi mano. La única señal de la influencia hipnótica la constituía ahora el movimiento vibratorio de la lengua cada vez que volvía a hacer una pregunta a Aldemar. Se diría que trataba de contestar, pero que carecía ya de voluntad suficiente.
Por la tarde su estado seguía siendo el mismo. Discutimos un rato sobre la conveniencia y posibilidad de despertarlo, pero poco nos costó llegar a la conclusión de que nada bueno se conseguiría con eso. Resultaba evidente que hasta ahora, la muerte (o eso que de costumbre se denomina muerte) había sido detenida por el proceso hipnótico. Parecía claro que, si despertábamos a Aldemar, lo único que lograríamos sería su inmediato o, por lo menos, su rápido fallecimiento.
Desde este momento hasta fines de la semana pasada —vale decir, casi siete meses— continuamos acudiendo diariamente a casa de Aldemar, acompañados una y otra vez por médicos y otros amigos. Durante todo este tiempo el hipnotizado se mantuvo exactamente como lo he descrito. Los enfermeros le atendían continuamente.
Por fin, el viernes pasado resolvimos hacer el experimento de despertarlo. Probablemente el lamentable resultado del mismo es el que ha dado lugar a tanta discusión en los círculos privados y a una opinión pública que no puedo dejar de considerar como injustificada.
A efectos de librar del trance hipnótico al paciente, acudí a los pases habituales. De entrada resultaron infructuosos. La primera indicación de un retorno a la vida lo proporcionó el descenso parcial del iris. Como detalle notable se observó que este descenso de la pupila iba acompañado de un olor penetrante y fétido.
Alguien me sugirió que tratara de influir sobre el brazo del paciente, como al comienzo. Lo intenté, sin resultado. Entonces el doctor Farías expresó su deseo de que interrogara al paciente. Así lo hice, con las siguientes palabras:
—Señor Aldemar... ¿puede explicarnos lo que siente y lo que desea?
Instantáneamente reaparecieron los círculos hécticos en las mejillas; la lengua tembló, o, mejor dicho, rodó violentamente en la boca (aunque las mandíbulas y los labios siguieron rígidos como antes), y entonces resonó aquella horrenda voz que he tratado ya de describir:
—¡Por amor de Dios... pronto... pronto... hágame dormir... o despiérteme... pronto... despiérteme! ¡Le digo que estoy muerto!
Perdí por completo la serenidad y, durante un momento, me quedé sin saber qué hacer. Por fin, intenté calmar otra vez al paciente, pero al fracasar, debido a la total suspensión de la voluntad, cambié el procedimiento y luché con todas mis fuerzas para despertarlo. Pronto me di cuenta de que lo lograría, o, por lo menos, así me lo imaginé; y estoy seguro de que todos los asistentes se hallaban preparados para ver despertar al paciente.
Pero lo que realmente ocurrió fue algo para lo cual ningún ser humano podía estar preparado.
Mientras ejecutaba rápidamente los pases hipnóticos, entre los clamores de: «¡Muerto! ¡Muerto!», que literalmente explotaban desde la lengua y no desde los labios del sufriente, bruscamente de su cuerpo, en el espacio de un minuto, o aún menos … ¡Dios, cómo cuesta decirlo! Sobre el lecho, ante todos los presentes, de su cuerpo brotó una flatulencia descomunal, una flatulencia que se escuchó desde el Pantanal hasta Resistencia y del Chaco Boliviano hasta Florianópolis, acompañada de una masa casi líquida de repugnante, de abominable putrefacción.
El señor Aldemar, profundamente abochornado, vendió todos sus bienes y desapareció para nunca más volver. El doctor Farías y el practicante Rímolo fueron acusados de mala praxis - ¡confundir una brutal constipación con una tuberculosis! - y fueron condenados a muerte y ejecutados con el cruel método de la ingestión letal: fondo blanco de caña Aristócrata Parapití.
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