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BREVE HISTORIA DE LA OPOSICIÓN A LA PENA DE MUERTE

La relación entre civilización y oposición a la pena de muerte (o la simétrica, entre pena de muerte y barbarie) parece bastante difícil de discutir si uno se toma la molestia de estudiar su historia, o de verificar en cuáles países permanece vigente y en cuáles ha sido abolida. Aquí sigue una breve historia de los avances y retrocesos de los movimientos abolicionistas a través de los siglos. (La versión original de esta nota fue publicada en Televicio Webzine en abril de 2009).

CUANDO LA PENA DE MUERTE ERA UN AVANCE HUMANITARIO

La pena capital (del latín capitalis, “relativo a la cabeza” – una obvia referencia a la decapitación) ha sido practicada en casi todas las sociedades en algún momento de su evolución. Si la definimos como “la muerte de una persona como resultado de un proceso, con fines de castigo o disuasión de una conducta”, notaremos que estamos admitiendo tácitamente la existencia de un poder que define las conductas a disuadir o castigar y lleva a cabo el proceso y la ejecución. Aunque pudiera parecerle extraño a quienes cargan en su memoria el recuerdo de los crímenes de Hitler, Stalin, Mao, Franco, Videla, Pinochet, la existencia de un poder que contaba con el monopolio del derecho de castigar una falta representó un primer avance en el camino de la civilización: antes de que el Estado (o al menos el soberano tribal) monopolizara el uso de la fuerza, la manera de ajustar las cuentas pasaba por la venganza o vendetta, que autorizaba a tomar justicia con mano propia no sólo en cabeza del supuesto ofensor, sino también sobre sus familiares. (Este arcaico código todavía se respeta en remotas zonas montañosas de Albania, Chechenia, el Kurdistán, Afganistán y Pakistán, así como – es notorio - en el submundo criminal). (Derecha: Hammurabi).

De un primer estadio caracterizado por la voluntad absoluta del soberano se pasó a otro, en el que éste tuvo que aceptar que la definición de las conductas a castigar y las penas a aplicar se codificaran legalmente y, al menos en principio, se viera limitado por dicho cuerpo normativo. Ese paso, hasta donde se sabe, se dio por primera vez hace unos cuatro mil años, en Mesopotamia: los primeros códigos legales con que contamos son los de los reyes Ur-Nammu de Ur (hacia 2050 A.C.) y Hammurabi de Babilonia (hacia 1750 A.C.).

Las leyes mosaicas son directas herederas de esto primeros códigos, como puede observarse al comparar dichos sistemas penales con, por ejemplo, Levítico 20:2-27, que sanciona la muerte como castigo para determinadas faltas, aunque debe notarse que, con el paso de los siglos, la ley judía prescribió una serie de requisitos extremadamente rígida para hacerla aplicable (por ejemplo, la evidencia circunstancial es inadmisible; se requieren dos testigos calificados; el acusado debe haber sido advertido de los riesgos de su comportamiento con anterioridad a cometer la falta de la que se lo acusa, etc.). Este notable conjunto de restricciones, sumado al carácter incondicionado e imperativo del mandamiento “no matarás”, han sido destacadas como antecedente del movimiento en favor de la abolición de la pena de muerte.

En la Antigua Grecia, el sistema legal de Atenas fue codificado por primera vez por Dracón (o Draco) hacia el año 621 A.C. La severidad de dicho código legal se ha hecho legendaria, tanto que en varios idiomas se habla de penas “draconianas” para referirse a castigos desproporcionadamente severos: por ejemplo, el robo, sin importar si fuera de un saco de piezas de oro o de una rebanada de pan, se castigaba siempre con la muerte. (Se dice que, consultado acerca de si no resultaba excesivo disponer la pena de muerte como castigo a las más irrisorias ofensas a la ley, Draco dijo que la pena le parecía acorde a dichas faltas, y que  se lamentaba de no poder encontrar una pena más severa para delitos más graves). Unas décadas después, Solón limitaría notablemente el alcance de la pena de muerte.

A partir de su aparición, hacia el año 500 A.C., el budismo desarrolló un conjunto de doctrinas que proscriben el derramamiento de sangre. El primero de los Cinco Preceptos (Panca-sila) prescribe abstenerse de la destrucción de vida, mientras que el  Capítulo 10 del Dhammapada establece que “todos temen el castigo, todos temen la muerte, tal como tú. Por ello no mates o causes la muerte”. Estos conceptos han sido alegados por funcionarios japoneses como justificación para abstenerse de firmar sentencias de muerte (la que, por cierto, sigue vigente en Japón, aunque no se la ha aplicado desde 1993).

El jainismo, una religión de la India aparecida por la misma época que el budismo, sostiene la santidad de toda forma de vida (doctrina de ahimsa). De hecho, uno de los cinco votos que debe hacer todo creyente es el de renunciar a matar seres vivientes. (Pranatipätaviraman Mahavrat, o  voto de la no-violencia absoluta.)

Debemos a lo romanos la primera labor de organización y sistematización de un sistema legal, aunque es necesario aclarar que los emperadores podían legislar per rescriptum principis, con lo que su voluntad, de hecho, carecía de límites. La pena de muerte se aplicaba, entonces, por una gran variedad de faltas, ya fueren reales o falsas; en esto, lo romanos no fueron innovadores, aunque sí se destacaron por la refinada crueldad de los procedimientos: la crucifixión, por ejemplo, provocaba una lenta y desesperante asfixia, a menos que el condenado falleciera rápidamente debido al castigo recibido antes de ser crucificado (como, según los textos bíblicos, habría sido el caso de Jesús). El castigo a los parricidas consistía en ser arrojado a un curso de agua dentro de una bolsa y junto a un perro, un gallo, un mono y una serpiente.

Ya que hablamos de Jesús: el Nuevo Testamento no prescribe o proscribe la pena de muerte, pero algunas palabras atribuidas a Cristo parecen sugerir una actitud menos determinada por el deseo de castigo violento que por la misericordia. Por caso, la conocida cita de Juan 8:7, “quien esté libre de culpa, que arroje la primera piedra”, en referencia a su opinión acerca de la lapidación de una adúltera, o la no menos famosa de Lucas 6:27-39: “pero yo les digo a los que me escuchan: amen a sus enemigos, hagan el bien a quienes los odien, bendigan a quienes los maldigan, rueguen por quienes los difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica”.

LA EDAD MEDIA

La Sharia o ley musulmana (que, por cierto, rige hoy en una muy pequeña minoría de estados islámicos, como Arabia Saudita, Irán o Sudán) surgió en el siglo VII, y se basa en el Corán para prescribir la pena de muerte para conductas tan diversas como violación, traición a la comunidad de los creyentes, apostasía, comportamiento homosexual, piratería o adulterio, pero no para asesinato: lo considera un delito civil cubierto por la ley de qisas (“represalia”), y da a los deudos el derecho de decidir si la ejecución del culpable correrá por cuenta de las autoridades o, en su lugar, prefieren exigir una compensación monetaria (diyah). Varios estudiosos del Islam sostienen hoy que la pena de muerte es permisible, pero la víctima o la familia de la víctima tienen el derecho del perdón. Los partidarios de la abolición de la pena de muerte suelen citar, como remoto antecedente islámico de la crítica al instituto, la Historia de las Tres Manzanas de Las Mil y Una Noches, que suele ser datada como escrita originalmente en el siglo X.

En China, la pena de muerte fue aplicada muy raramente en tiempos antiguos, y por lo general el único funcionario que podía disponerla era el Emperador en persona. La forma de ejecutarla variaba, pero a todos los viajeros extranjeros les llamaba la atención un castigo de una diabólica crueldad: era llamado Ling Chi, y consistía en rebanar lentamente el cuerpo del condenado. Se lo comenzó a usar hacia el año 900, y recién fue abolido en 1905.

En el vecino Japón se registra el primer antecedente histórico de abolición de la pena de muerte: así lo dispuso el emperador Shomu en 724, basándose en la creencia budista en la santidad de toda forma de vida. La pena fue reinstalada en 810 y vuelta a abolir por el emperador Saga en 818. Recién fue reinstaurada en 1159, y sigue en vigencia hasta nuestros días.

En ese mismo siglo XII y a medio mundo de distancia, el filósofo judío cordobés Maimónides escribió que “es mejor y más satisfactorio absolver a mil culpables que llevar a la muerte a un solo inocente”. Agregó que ejecutar a alguien en ausencia de certeza absoluta llevaría, paulatinamente, a que se condenara a los acusados cada vez con menos pruebas, hasta que se condenaría meramente “de acuerdo al capricho del juez”. Es de notarse que Maimónides no basaba su argumentación en razones morales, sino que buscaba sostener el respeto popular a la ley, dado que creía que los errores en su aplicación afectaban mucho más la fe en la justicia que los errores por omisión.

En el siglo siguiente, recién aparece la primera fundamentación detallada de la aplicación de la pena de muerte debida a un pensador católico: Santo Tomás de Aquino afirmó que era un disuasor necesario y un método de prevención adecuado, aunque se preocupó en aclarar que Dios no podía amparar a la pena de muerte aplicada como mera venganza.

En Inglaterra, hacia 1455, el obispo galés Reginald Pecock (o Peacock) se propuso atacar a un movimiento reformista que había sido tachado de herético, como los lolardos seguidores de John Wyclif, pero en el camino de oponérseles terminó siendo más radical que ellos y llegó a pronunciarse contra la pena de muerte, basándose en pasajes bíblicos como los que citamos más arriba. Por lo demás, la existencia de un sistema carcelario en la Europa medieval estaba fuera de las módicas posibilidades de los estados de entonces: la consecuencia habitual era que la pena de muerte se aplicaba en forma generalizada, por ser el castigo más barato. Las peores atrocidades en este sentido, cabe aclarar, no se cometieron en la Edad Media, sino en la supuestamente más progresista Edad Moderna, especialmente durante la delirante persecución de la brujería que acompañó a las crueles guerras religiosas de los siglos XVI y XVII: entre 1587 y 1593 el arzobispo de la ciudad alemana de Tréveris, Johannn Von Schönburg, y su segundo el obispo Binsfield, quemaron vivas a 368 mujeres en unas veintidós aldeas, y "en dos de ellas, dejaron viva a una sola mujer en cada una".

LA EDAD MODERNA

En la “Utopía” de Tomás Moro (1516) se plantea un debate sobre la pena de muerte en forma de diálogo: aunque no  llegue a una conclusión firme, es llamativo que el tema, al menos, se discuta.

Un fenómeno interesante de la Edad Moderna (y muy notorio en Inglaterra) es el aumento de la cantidad de delitos penados con la muerte en relación con el decrecimiento del sentimiento religioso: en 1741, William Dodwell observó que "es muy evidente que desde que los hombres han aprendido a desechar la aprensión del Castigo Eterno el Progreso de la Impiedad y la Inmoralidad entre nosotros ha sido muy considerable". No parece casual, entonces, que por esos años el Parlamento británico extendiera la pena capital a 222 faltas, incluyendo el robo de un animal o cortar un árbol ajeno. El 28 de setiembre de 1708, en el condado de Norfolk, se colgó a una niña de 11 años y a su hermano de 7 por robo: no hay registro de que haya llamado atención de nadie, por no hablar de que haya causado escándalo alguno.

El siglo XVIII presencia el ascenso de los conceptos de Estado – nación y de ciudadanía, lo que lleva a asociar la idea de justicia con las de igualdad y universalidad, y ya estamos a un paso de la formulación de la existencia de derechos naturales. El argumento de que la disuasión, más que la retribución, es la principal justificación del castigo es un hito en teoría de la elección racional y se debe a Cesare Bonesana, Marqués de Beccaria (1738-1794) quien, con su tratado “De los delitos y las penas” (“Dei Delitti e Delle Pene”, 1764), se convierte en el primer filósofo y jurista que condena en forma taxativa tanto la tortura como la pena de muerte. En dicha obraobservó que “las penas deben ser tan leves y humanas como sea posible mientras sirvan a su propósito, que no es causar daño, sino impedir al delincuente la comisión de nuevos delitos y disuadir a los demás ciudadanos de hacerlo”. También escribió que “lo que más disuade a los ciudadanos de violar la ley no es la exagerada gravedad de la pena, sino la inexorabilidad de la justicia. No se debe aplicar castigos inhumanos, sino aplicar castigos relativamente leves pero con toda seguridad”, así como que “las penas deben ser proporcionales a la gravedad de los delitos. Si todas las penas son igual de rigurosas, el delincuente cometerá siempre el delito mayor”. Como vemos, los debates modernos sobre el tema ¡atrasan apenas 250 años! lo que llevó no hace mucho a Alejandro Dolina a observar que “discutir si la pena de muerte está bien o está mal es como discutir si está bien o está mal la esclavitud”. (Derecha: el Marqués de Beccaria).

Los argumentos del Marqués de Beccaria causaron una profunda impresión en Leopoldo II de Habsburgo, el Gran Duque de Toscana (y posterior Emperador de Austria) quien abolió en sus territorios la pena de muerte y ordenó la destrucción de los instrumentos de ejecución el 30 de noviembre de 1786. (En 2000, las autoridades de Toscana instituyeron, en cada aniversario, una ceremonia en recuerdo de la disposición). De todos modos, la abolición sólo perduró unas décadas.

LA EPOCA CONTEMPORANEA

La obra de Beccaria no causó efectos inmediatos en la abolición de la pena capital, más allá del citado caso de Leopoldo II, pero sí generó un movimiento que buscaba atenuar la crueldad del procedimiento: gradualmente, las ejecuciones dejaron de ser espectáculos públicos y pasaron a desarrollarse en el interior de las prisiones. (Charles Dickens y Karl Marx hicieron notar que, en los días y lugares donde se producían ejecuciones en la plaza pública, se registraban notables aumentos en la violencia de los delitos cometidos). Otro movimiento paralelo, basado en la creencia de que la crueldad de las ejecuciones no sólo agravia la condición humana de quienes las padecen sino también la de quienes las deben llevar a cabo, fue la búsqueda de formas (al menos en principio) menos cruentas de causar la muerte, como fue el caso de la guillotina, la silla eléctrica o la inyección letal, así como la abolición de algunos métodos verdaderamente bárbaros, como la muerte por descuartizamiento (“hanged, drawn and quartered”), que se practicó por última vez en el Reino Unido en 1803 y no fue abolida sino hasta 1870.

Otro aspecto importante del siglo XIX es la aparición de fuerzas policiales e instituciones penitenciarias permanentes: su poder disuasorio hizo parecer excesiva la aplicación de la pena de muerte por delitos menores. En este siglo se observa por primera vez la existencia de una tendencia hacia la abolición de la pena de muerte: lo hicieron el estado de Michigan (1846), la efímera República Romana (1849), Venezuela (1863), San Marino (1865 – no se practicaba desde 1468), Portugal (1867) y la entonces flamante República del Brasil (1889 – aunque fue reinstaurada y vuelta a abolir en más de una oportunidad).

Durante el siglo XX, se produjo un fuerte movimiento abolicionista, que se acentuó tras la Segunda Guerra Mundial. En 1906 se abolió en Ecuador; en 1907, en Uruguay; en 1910, en Colombia; en 1917, en México; en Argentina, se la abolió en 1921, pero se produjeron varias idas y venidas: volvió a regir entre 1933 y 1937, 1970 y 1973 y 1976 y 1984, cuando sólo se la mantuvo para delitos en caso de guerra. La abolición total se sancionó en agosto de 2008, y comenzó a regir en febrero de 2009.

El Reino Unido la declaró abolida, salvo para el caso de traición, en 1973, y la abolió totalmente en 1998. Canadá hizo lo mismo en 1976, España en 1978, Francia en 1981, Australia en 1985, Corea del Sur en 2007. En varios de estos casos, se lo hizo siguiendo una declaración de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas de 1977 que fijaba como deseable “restringir progresivamente el número de delitos pasibles de ser castigados con pena de muerte, siendo deseable la abolición futura de ese castigo”.

Juan Pablo II refinó la opinión de la Iglesia Católica en la encíclica “Evangelium Vitae”: la pena de muerte debe ser evitada, salvo que sea la única manera de defender a la sociedad del delincuente en cuestión, situación que, con sistemas penales modernos, es poco menos que inexistente. El Catecismo da por sentado que la culpabilidad del acusado haya sido determinada fuera de toda duda, lo que deja abierto otro camino para oponerse: alegando el riesgo de infligir a un inocente una pena para la cual no existe reparación posible.

Varias confesiones protestantes condenan la pena de muerte: entre ellas, los anglicanos, los episcopalianos, los metodistas, los luteranos y los menonitas; no así los bautistas del sur de EE.UU., que se apoyan en el Antiguo Testamento.

LA ACTUALIDAD

En la actualidad, ha sido abolida en 92 países; hay otros 10 que sólo la mantienen en determinadas circunstancias, 36 no la han aplicado en al menos diez años o rige una moratoria en su aplicación. La retienen apenas 59 naciones, pero el 60 % de la población mundial vive en ellas, dado que los cuatro países más populosos del mundo se encuentran entre los que la mantienen vigente: China, India, Estados Unidos e Indonesia.

Según Amnistía Internacional, en 2008 se ejecutó a 2390 personas (1252 más que 2007, un aumento de casi el 100 %); el 93 % de estas ejecuciones se produjo en sólo cinco países: China (1718, ¡el 72 % de todas las ejecuciones en el mundo! aunque se da por sentado que las cifras reales son muy superiores a las oficiales), Arabia Saudita, Estados Unidos, Irán y Pakistán. Es digno de atención que, salvo EE.UU., Japón y Singapur, la pena de muerte sólo se aplica en estados subdesarrollados autoritarios.  

La pena de muerte para condenados que eran menores de 18 años al momento de cometer el delito merecedor de pena capital es, por suerte, cada vez más anómala. Desde 1990, sólo nueve países han ejecutado a criminales que eran menores de edad al momento de delinquir: China, República Democrática del Congo, Irán, Nigeria, Pakistán, Arabia Saudita, Sudán, Yemen y… Estados Unidos. De ellos, China, Pakistán y EE.UU. han revisado sus legislaciones e impuesto una edad mínima de 18 años en el momento del delito para declarar procedente una condena a muerte.

Las ejecuciones de inocentes suelen producir un agudo clamor por la abolición de la pena, dándole la razón a Maimónides: en Estados Unidos, se han detectado 39 casos donde hay detectado fuertes evidencias de inocencia o serias dudas sobre la culpabilidad de los ejecutados. Los análisis de ADN han permitido la liberación de 15 personas que estaban esperando su ejecución desde 1992; desgraciadamente, este análisis es posible sólo en algunos casos.

En general, las aboliciones se producen cuando se instaura un régimen democrático (es el caso de varios países de América Latina en la década del ’80, así como de otros de Europa Central y Oriental tras la caída del comunismo en los ‘90) o por la exigencia de pactos internacionales, como los que regulan el ingreso de nuevos estados a la Unión Europea y el Consejo de Europa, o por la firma de tratados como la Convención Europea de Derechos Humanos o el  Pacto Interamericano de San José de Costa Rica. Es raro el caso en el que la abolición se produce tras un debate nacional: en general, la opinión pública de virtualmente todos los países es favorable a la pena capital, más allá de si ésta se halla abolida o no.

En países donde la pena de muerte ha sido dejada de lado, suele reavivarse el debate cuando se producen asesinatos especialmente brutales: en general se trata de una pura (y humanamente comprensible) reacción de indignación sin condescender a razones, usualmente manipulada por figuras políticas con fines proselitistas o medios de difusión que reconocen la potencialidad comercial de los casos policiales. Los estudios empíricos más serios, hechos en países como Canadá o Estados Unidos, demuestran la absoluta inutilidad de su aplicación pero, obviamente, las apelaciones a la ira o el miedo colectivos son mucho más poderosas que las apelaciones al análisis racional.

 

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