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UNA CHARLA DE SOBREMESA

Ya habían pasado el plato principal y el postre, y mientras algunos pedían un café para contrarrestar la inexorable pesadez, otros se le atrevían al buen whisky. Se estaba hablando de la actualidad política, cuando alguien tuvo la idea de preguntar cuál había sido el mejor gobierno de la historia argentina, o al menos, de su siglo XX. (Que los lectores orientales tengan paz: no les espera un artículo dedicado a una situación política extranjera – hasta el muy limitado grado donde uruguayos y argentinos podemos sentirnos mutuamente extranjeros - sino que simplemente estoy presentando el tema). Yo conocía a la mayoría de los que estaban en esa cena y sabía que, inevitablemente, la discusión se iba a enredar en cuestiones anecdóticas de si este gobierno tal cosa o la otra, en contraposición a este otro gobierno que tal cosa o la otra: fue así que aventuré la contrapregunta de qué se entiende por un buen gobierno. (Nota originalmente publicada en 45 RPM).

Agregué, palabras más, palabras menos, que si estábamos de acuerdo en qué criterios concurrían para calificar a un gobierno en forma aprobatoria, la discusión sobre cuál de todos había sido el mejor se limitaba a verificar cuáles habían cumplido con la mayor parte de esos criterios. Varios se prendieron con esta idea. 

Por suerte, enseguida alguien descartó la respuesta más remanida y más hueca, la de que el mejor gobierno es el que se ocupa de la “grandeza de la Patria”, con el argumento de que ese tipo de frases no quiere decir nada y que, en general, suele encubrir la ausencia de ideas, cuando no fines inconfesables. La primera aproximación a una respuesta positiva fue, comprensiblemente, la de que el mejor gobierno es aquel en el que a uno le fue bien mientras estuvo en el poder. También, comprensiblemente, alguien observó que era un criterio más bien egoísta, aunque no se puede negar su carácter racional. (Estuve tentado a decir que es un criterio que pinta de cuerpo entero a quien lo esgrime, pero la discusión comenzaba a ponerse interesante y no sentí la necesidad de estropearla con chicanas de cafetín).

Enseguida brotaron tres objeciones victoriosas. La primera sostenía que la suerte personal y la suerte colectiva no siempre van de la mano: alguien recordó épocas no tan lejanas en las que buena parte de la clase media viajaba todos los años a Cancún o el nordeste de Brasil, al mismo tiempo que el desempleo no paraba de subir y los salarios comenzaban a bajar. La segunda, más que una objeción, era una superación del concepto de bienestar personal: no sólo era cuestión de tener ingresos importantes o un buen pasar, sino también de aspectos como la existencia o no de libertad de expresión, de circulación de bienes culturales y de las costumbres sociales. (Aquí también me acechó la tentación de la chicana, dado que es bastante fácil defender la libertad de expresar la propia opinión: la verdadera prueba de tolerancia es aceptar el derecho de los demás a sostener opiniones que difieren de la nuestra, aún las más irritantes). La tercera vino de la mano, paradójicamente, de un reclamo ideológicamente afín al postulado original: la añoranza de las épocas (los gobiernos) en los que la amenaza de la delincuencia violenta no era una preocupación. Digo “paradójicamente” porque esa afirmación trajo de la mano, como corolario,  la objeción final: el bienestar personal necesariamente requiere algún grado básico de bienestar social. La concepción de este bienestar social será diferente según la orientación ideológica de cada uno: los partidarios del conservadorismo defenderán un orden social muy rígido en la defensa del derecho de propiedad y muy liberal en el aspecto económico, mientras aquellos afines al socialcristianismo o a la izquierda reivindicarán la inclusión social y la subordinación del derecho de propiedad al interés colectivo.

¿Qué decir de la corrupción? (Tema que, por razones sabidas, está más presente en el debate de la ribera occidental del Plata que en el de la oriental).  No me refiero, claro, a si la corrupción administrativa es tolerable o no, sino a si la presencia de casos de corrupción es una característica que alcanza para invalidar por entero una obra de gobierno. (1) Alguien recordó la famosa frase “roban, pero hacen”, aunque con un tono más resignado que aprobatorio. A mí se me ocurrió la siguiente analogía: el impacto social de una comisión ilegal en una obra pública necesaria para el desarrollo nacional no es igual al que produce la realización de una obra pública innecesaria (o peor aún, perjudicial) llevada adelante con el solo fin de embolsarse una coima. (Más allá de que, en ambos casos, corresponde la aplicación de la ley con el mismo rigor: lo que allí se debatió, repito, era otra cuestión).

Ya era tarde, había chicos que protestaban porque tenían sueño, algunos comensales comenzaban a marcharse, así que me quedé con las ganas de postular algunas ideas adicionales al debate. Por ejemplo, la importancia del contexto internacional: la presencia de gobiernos afines u hostiles en naciones vecinas (2), los precios de los principales productos de exportación e importación, las subas o bajas de los intereses de la deuda externa, son elementos que los gobiernos  no controlan y que pueden condicionar una gestión. Por ejemplo, las relaciones de poder realmente existentes: hasta qué punto es lícito cuestionar a un gobierno por no llevar adelante decisiones para las que hubiera necesitado enfrentar a factores de poder en condiciones de desventaja. Por ejemplo, el peso de los límites ideológicos y culturales de la época, que hacen que sea injusto juzgar a un gobierno del que nos separan décadas con las normas del presente.

También me hubiera gustado apuntar los cambios que el tiempo produce en  la consideración social de los gobiernos: cómo administraciones que se retiraron del poder poco menos que execradas terminan reivindicadas parcial o totalmente con el paso de los años, a veces porque las que las sucedieron mejoraron su consideración por vía del contraste.

Al final nos quedamos sin llegar a una conclusión acerca de cuál fue el mejor gobierno, pero parece que nadie se arrepintió.

NOTAS

(1) En el momento me pareció fuera de lugar señalar el caso de Helmut Kohl, pero aquí me permito hacerlo: Kohl, canciller alemán entre 1982 y 1998, principal arquitecto de la reunificación alemana y de la Unión Europea y uno de los grandes estadistas europeos del siglo XX, tuvo que renunciar al liderazgo de su partido cuando se reveló la existencia de un esquema de financiamiento ilegal que abarcaba, por ejemplo, coimas pagadas por una empresa estatal francesa para adueñarse de una refinería petrolera de la antigua Alemania Oriental. El escándalo, obviamente, afecta gravemente la honorabilidad de Kohl pero ¿hasta qué punto afecta el juicio sobre sus dieciséis años en el poder? Fuente aquí.

(2) O no tan vecinas: recuérdese el decisivo (y siniestro) papel de los Estados Unidos en el desgaste y ulterior derrocamiento del gobierno de Salvador Allende en Chile, en 1973.

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