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¿QUIÉNES? ¿THE WHO?

The Who integra, por derecho propio, el Olimpo de los artistas indispensables si se trata de hablar de rock, junto a, digamos, Elvis Presley, los Beatles, los Rolling Stones, Led Zeppelin, Pink Floyd, The Doors, Hendrix, Zappa, Dylan, U2, Bowie, Lou Reed, Nirvana, Radiohead, los que ustedes quieran agregar (o quitar). Sin embargo, es muy raro escuchar a un músico argentino acordándose de esta legendaria banda (las excepciones pueden ser el Indio Solari, Roberto Pettinato, Ricardo Mollo y – un verdadero fan - Charly García). Tampoco conozco mucha gente que pueda nombrar aunque sea un par de sus temas; además es rarísimo que se los programe por radio; etcétera. Desconozco enteramente la razón de esta postergación: después de ver en el canal de cable TCM el sábado pasado “The Who at Kilburn: 1977 lo entiendo todavía menos.

 

Aclaremos de entrada que el recital en cuestión (que se llevó a cabo el jueves 15 de diciembre de 1977 en el Kilburn Gaumont State Theatre de North London) no es ni siquiera especialmente bueno: como verbaliza al comienzo de la actuación el cantante de la banda, Roger Daltrey, The Who llevaba un año sin tocar en vivo y estaba fuera de forma, lo que además significaría que la actuación (pensada para grabar escenas para el filme “The kids are alright”) no terminaría sirviendo de mucho. Esa circunstancia (creo) terminó de complicar las cosas, al hacer enojar perceptiblemente al guitarrista y compositor principal Pete Townshend, quien en varios momentos daba la sensación de sólo estar esperando que el concierto terminase pronto. Pero, así y todo, tratándose de una actuación menor, es imposible sustraerse a la idea de que se está en presencia de una banda cuya potencia en vivo es superlativa: The Who fue, hasta la muerte de su baterista Keith Moon en setiembre de 1978, la medida de lo que era una actuación en directo de una banda de rock. Y por varias razones.

Por la voz de Daltrey. Por la guitarra de Townshend. Por la riqueza y densidad del sonido de la batería y por el tremendo carisma de Moon, que hacía que The Who tuviera no uno ni dos, sino virtualmente tres frontmen. Por un bajista como John Entwistle, que tocaba su instrumento casi como un primer guitarrista. Por la química entre los cuatro, que iba más allá de la suma de las partes. Por el volumen del sonido del grupo, que hace que un mote como “aplanadora del rock” suene tibio. Por su rechazo desafiante de los valores de sus mayores (“My generation”) diez años antes que los punks. (De hecho, el primer tema que los Sex Pistols tocaron en vivo fue un cover de The Who, “Substitute”). Por su capacidad para ir más allá de proclamar ese rechazo y formularlo en canciones impecables y discos conceptuales, de “Tommy” a “Quadrophenia”. Por su demostración de que la torpeza técnica no es requisito indispensable para que una banda de rock suene potente, visceral, incluso amenazante. (Para otro día queda desarrollar esta idea: toda generación necesita su propio The Who, su banda que, entre guitarras distorsionadas y  baterías de tempos acelerados, arengue a su público a comprobar por sí mismo que la vida es algo más que cumplir horarios, pagar impuestos, casarse a los 25, mirar los programas de TV que miran todos y votar al candidato que desentona menos en el programa de TV que miran todos... al menos hasta que ese público se encuentre cumpliendo treinta años y dándose cuenta de que the dream is overagain. Ese mismo 1977 del recital en el Kilburn reveló al mundo a los Sex Pistols; la década del ’90 tuvo a Nirvana; el siglo XXI se entretuvo un rato con The Vines, apostó a los Arctic Monkeys hasta que comprobó que su propuesta era otra cosa… y ahí le perdí el rastro).

Mencioné a las canciones. La lista de temas es una selección de hits matadores, con un comienzo explosivo: “I can’t explain”, “Substitute”, “Baba O’Riley” (con ese memorable y tan revelador verso “es sólo el páramo de la adolescencia”) y “My wife” (gran rockito de Entwistle, con el que se gana el derecho a que sus tres egomaníacos compañeros le permitan pasar al frente aunque fuera por un rato). Cuando llega el momento de la bellísima “Behind blue eyes” hay que bajar un poco la intensidad y el volumen, y entonces Moon anuncia graciosamente y muy suelto de cuerpo, diez meses antes de su trágica muerte que, como al comienzo del tema no se lo necesita, se va detrás del escenario “a tener una sobredosis y vuelvo”. Pasan luego más hits (“Pinball wizard”), un cover del jurásico (y fantástico) éxito de Eddie CochranSummertime blues”, la ineludible “My generation”, el estreno de una versión primitiva de “Who are you” (a editarse en 1978), el esperable final de ese clásico rockero que es “Won’t get fooled again”.

Hace unas semanas recordaba, en ocasión de haber visto un recital de Paul McCartney también emitido por TV por cable, que este año también había visto otros documentales acerca de sendos mitos ingleses del último tercio del siglo XX como los Rolling Stones y Monty Python. Si no queda más remedio que entrar en una lenta decadencia, uno quisiera para su país el tipo de decadencia que padeció el Reino Unido tras la Segunda Guerra Mundial, que fue simultáneo a una extraordinaria revolución en el campo de la cultura popular. A lo mejor, en los textos de historia de los eventuales y (si ciertas tendencias suicidas de la civilización no se moderan) acaso inexistentes siglos por venir, los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial hasta más o menos nuestros días serán recordados como el Siglo de Oro Británico.

Por lo menos en el caso del rock, estoy seguro de que así será.

 

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