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Narciso, el prodigio de las mil caras

Fuente: http://www.pagina12.com.ar/

R. G. A.

Hace algunos días, en el Festival de Cine de Mar del Plata, se realizara un homenaje a su larga trayectoria. Narciso Ibáñez Menta y sus 85 años subieron al escenario lúcidos como pocos y recordaron los tiempos de “el niño prodigio” las obras de Arthur Miller y, por supuesto, sus mil mascaras y su obra como pionero del miedo en la Argentina, el país al que considera su segunda patria.

Primer antecedente: cuando sólo llevaba ocho días en este mundo reemplazó a un muñeco y entró por primera vez a escena. Fue en Oviedo, España, la obra se llamaba Lazarina y tenía como protagonista a su madre, Consuelo Menta. Se-gundo antecedente: a los tres años, mientras correteaba por los recovecos de un convento convertido en teatro, se entretuvo un rato largo pateando algo así como una pelota que había descubierto entre unos escombros; al rato fue sonriente a mostrarle a su madre el nuevo juguete, ella le dijo "es una calavera, hijo" y él, a pesar de todo, no sintió miedo.

Contra las apariencias, no se trata de una leyenda ni de un personaje de Edgar Allan Poe. Son los "primeros pasos" de quien naciera en Asturias un 25 de agosto de 1912: Narciso Ibáñez Menta, por aquellos tiempos conocido como "Narcisín".

Antes de cumplir los siete, su padre, el actor Narciso Ibáñez, y su madre, cantante de zarzuela, fueron contratados para actuar en Buenos Aires. En su tierra natal el pequeño Narciso había hecho papeles en Los chicos de la escuela y Los dos pilletes, entre otras obras. Al poco tiempo, los semanarios hablaban de un niño con mucho talento que había debutado, con el flequillo prolijamente cortado, en Granujas, de Carlos Arniches, en el Teatro de la Comedia. Las crónicas contaban que al finalizar la obra, el escenario se llenaba de caramelos arrojados por los espectadores, en clara muestra de su admiración por aquel pebete de ojos grandes.

Las carteleras se fueron acostumbrando a llevar, en gran tamaño, el nombre de Narcisín: El pibe del corralón, El chico del Far West, Ranita, La ilusión de un canillita, El botones del Maipo, son parte de la lista. Pero el pe-queño asturiano no sólo sorprendía en las tablas. Un día, tras asistir a los bailes infantiles de Billiken, declaró: "En mis papeles, que los hago sin que medie ensayo alguno, tengo la pretensión de no admitir observaciones de nadie, por cuanto lo hago ajustándo-me a mi conciencia de artista".

Con la fama en aumento, el niño partió de gira con su Compañía Hispano-Argentina de comedias, zarzuelas y sainetes. Desde Nueva York y Cuba llegaban al puerto de Buenos Aires las noticias de los éxitos del considerado "experto en malambo".

Al volver, su físico ya era el de un jovencito. Su crecimiento era evidente, pero la transformación en su carrera no le fue fácil. "La gente recordaba en mí su propia niñez y lamentaba perderla", recordaría después. Narciso quería hablar de Narcisín en tercera persona, estaba decidido a dar un paso hacia adelante. Planeó, entonces, su primer asesinato: "A un niño prodigio se le consienten muchas cosas, pero después se le exige ser un hombre prodigio, y de esos hay muy pocos -Entonces, para matar en el público la idea del niño prodigio, ¿qué mejor que matarlo de un susto?”.

En los Estados Unidos había conocido a Lon Chaney. El actor, considerado "el primer astro del cine de terror”, había hecho hasta entonces La bruja y El hombre sin brazos, dirigido por Ted Browning, entre sus más famosas películas. Narciso no tardó demasiado en convertirse en un admirador de aquel astro de Hollywood. Siguiendo los pasos de Chaney hizo en teatro El fantasma de la ópera y El Jorobado de Notredame. También terminaría de descubrir una pasión que lo llevaría a cargar con el mismo apodo de Lon: "El Hombre de las Mil Caras".

Arrastraba desde chico su gusto por 1a pintura y la escultura, asunto que le vino al pelo a la hora de especializarse en caracterizaciones. "A medida que un actor va cambiando su rostro, va cambiando por dentro también, entonces se identifica con el personaje-, aseguró Narciso en distintas ocasiones. Las máscaras de Narciso Ibáñez Menta pudieron verse en FB, El carro de la basura y Sangre y arena, entre otras puestas que dirigió y protagonizó. Y mientras su carrera crecía a pasos agigantados, y declaraba no tener miedo a mirarse frente al espejo, confesaba algunos secretos de su nuevo berretín:

"La gente no tiene idea de lo que uno puede llegar a ponerse sobre la cara: además de las pinturas básicas, se usan unas plastilinas especiales, gomas líquidas, alcohol, éter, benema, hilos, piel de pescado, algodón. En una caracterización en la que tenía que deshacerse la cara –y para mi era un problema tremendo encontrar el elemento que diera esa sensación-, hice infinitas pruebas y no salía, hasta que una noche, ya desesperado, me levanté a la una de la madrugada para tomar un vaso de leche y encontré en la heladera un pote de dulce de leche. Se me ocurrió que eso me podía servir. Me lo puse en la cara y fui a mirarme en el espejo. Efectivamente con eso conseguí que mi cara se desintegrara en El hombre que volvió de la muerte".

Poco tiempo después debutó en la pantalla grande con un científico loco que intentaba curar su deformidad: Una luz en la ventana, fue el título de la película de Manuel Romero que fue catalogada como "el primer film de terror del cine argentino". El mismo año, 1942, protagonizó la comedia negra Historia de crímenes.

También en el cine, Ibáñez Menta escribió páginas decisivas. Entre sus filmes más preciados están La bestia debe morir, filmado con Nicholas Blake en la Argentina, y Obras maestras del terror, de Enrique Carreras. Sin embargo, la popularidad de Narciso aún no había llegado a su esplendor. Para competir con Borros Karloff Presenta, el hombre de la voz que "da miedo" propuso en el viejo Canal 7 protagonizar bajo la dirección de su hijo-, Chicho Ibáñez Serrador, el ciclo Obras maestras del terror. Así, de la mano de Poe, llegaba a la televisión. Más tarde, con la inauguración de Canal 9, llegaría El fantasma de la ópera. El ciclo determino el triunfo de Narciso en la pantalla chica.

En 1963 Ibáñez Menta dejó el país y se fue a España. "Estaba desmonetizado, casi en ruina", aclaró varias veces. Teniendo en cuenta su larga lista de éxitos, el asunto provoca tanta intriga como sus personajes, pero él mismo suele confesar: "Soy el peor comerciante de la historia. Posiblemente otro, en mi lugar y haciendo lo mismo, o menos, estaría en una situación económica mucho más cómoda".

A esa altura era extraño imaginar el teatro, el cine y la televisión argentinos sin Narciso Ibáñez Menta. Para él también: seis años más tarde, en coincidencia con el quincuagésimo aniversario de su primera actuación en Buenos Aires, volvió al país y, sin temor a parecer demagogo, dijo: "Qué alegría estar aquí. Tenía como un compromiso moral. Y aunque pueda parecer una frase hecha, no lo es".

Fue una temporada breve, pero para el fanático de la filatelia significó mucho más: "Estoy feliz de hacer esta comedia a cara limpia, sin composición, sin trucos, casi sin maquillaje; además, esta versión de Los huevos del avestruz es la más cercana al original". Es que, si de chico había tenido que cargar con la etiqueta de "niño prodigio", la nueva limitación impuesta por el público era "el hombre del terror".

"Para mí es tremendo que me encasillen en eso. Porque significa que la gente recuerda sólo ese aspecto pequeño e insignificante de mi carrera. Y se olvidan de La muerte de un viajante, Las manos sucias, Así en la tierra como en el cielo, Almafuerte y tantas otras", protestó más de una vez.

Al poco tiempo, Narciso volvió y, con libros de Abel Santa Cruz, se disfrazó de robot y regaló miedo desde la pantalla chica. Pero sólo eran viajes temporales: Madrid se convirtió en su sede. Su última etapa en la televisión argentina fue tan exitosa como la primera. El hombre que volvió de la muerte y El pulpo negro sirven como ejemplo. Tampoco se privó de hacer cine: bajo la dirección de José Martínez Suárez filmó la comedia negra Los muchachos de antes no usaban arsénico.

Hoy, Narciso Ibáñez Menta tiene 85 años, pocos miedos, y no se cansa de repetir su amor por Buenos Aires: "Allí, además de producir lo mejor de mi carrera profesional, conocí a Pepita Serrador, la madre de mi hijo, años más tarde me encontré con mi segunda mujer, Laura Hidalgo, y luego conocí a ese regalo que me ha hecho Dios: Lidia Rojas".