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CAPÍTULO 32

(Donde los Cielos se abren ante el Apóstol) (1)

Viene del Capítulo Anterior

Tras haber intuido mediante el absorto sueño la realidad del Paraíso, el Apóstol se dijo a sí mismo que éste era bastante choto, por cierto. De pronto se sintió como Moisés, quien tras vagar cuarenta años en el desierto liderando a los hebreos llega a vislumbrar la Tierra Prometida, mas no puede entrar a ella. La comparación no tenía ni pies ni cabeza, pero eso tampoco tenía mucha importancia ya, porque sin prisa pero sin pausa se acercaba inexorable la Revelación.

El Apóstol estaba pensando en que se le habían traspapelado unos mensajes destinados a algunas de las congregaciones de sus fieles y meditaba en emitir una nueva carta a los cartagineses, a los efesios y a los adefesios, cuando intuyó que aún no había visto todo, y que quedaba una oportunidad. "En el chinchón de la vida me voy a reenganchar con 99" casi gritó.

Y entonces se le reveló el Misterio de Lo Alto en todo su inefable esplendor.

Los Cielos se abrieron de pronto, como si se rasgara un velo. El presagio de éxtasis fue tan poderoso que el Apóstol cayó de rodillas, y luego giró lentamente hasta quedar en posición horizontal.

Y el Apóstol fue arrebatado a los Cielos, y fue como si el himen pretérito que separaba al Hombre del Conocimiento se retirara para dar paso a una Nueva Era de penetrante perspicacia.

Y el Apóstol y los Cielos fueron el Alfa y el Omega, el Ying y el Yang, el Comienzo y el Final, el Principio Masculino y el Principio Femenino, el Sol y la Luna, el Día y la Noche, River y Boca, Piazzolla y D'Arienzo, Soda y los Redondos, mate y bizcochitos.

Y en esa unión inefable el Apóstol se perdió y volvió a encontrarse, y cuando lo hizo, se halló a sí mismo de cabeza entre las piernas de la Tucumana, oscura y grácil belleza nórdica de nuestro Noroeste, bella alma prisionera en ciento cinco kilos de carne y hueso, peceto y caracú, nalga y bola de lomo, tripa gorda y nalga otra vez! ¡La Tucumana, noble espíritu preso de la glotonería y la pereza!

Y entonces al Apóstol se le reveló la Verdad que había estado buscando desde el principio y que siempre había estado en su interior.

¡Ésta era la famosa Mística Copera!

Y entonces el Apóstol dedujo que pretender adelantarse a su tiempo constituye en realidad una de las modalidades más prestigiosas del error, pero una modalidad del error al fin. Los Tiempos no estaban aún por acabar. ¿Y cuándo acababan los Tiempos?

Tenlo bien presente, afirmó el Apóstol: HOY Y NUNCA. HOY ES EL FIN DE HOY.

Y tras semejantes cogitaciones el Apóstol cayó en un profundo sueño.

Buenas noches.

FIN

(1) El lector puede saltear la lectura de este capítulo, a los efectos de un mayor disfrute de la obra.

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