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HIPÓLITO BOUCHARD: EL CORSARIO ALBICELESTE (PARTE I DE III)

Nueva versión corregida en los errores, aumentada en los datos y disminuida en los énfasis patrioteros de una historia que nada tiene que envidiarles a las hazañas de Sandokán, el Corsario Rojo, Jack Aubrey o el Capitán Blood. ¡Al abordaje!

EL PARTO DE UNA REVOLUCIÓN

Los primeros meses de los gobiernos revolucionarios de Buenos Aires fueron muy difíciles. Además del peligro de invasión desde el Alto Perú y la actitud hostil del Paraguay y el Brasil, debían soportar los embates de la flota realista que controlaba el Río de la Plata desde Montevideo: de hecho, Buenos Aires fue bloqueada y bombardeada tres veces entre 1811 y 1812, y la flota enemiga se atrevió incluso a atacar la ciudad de Corrientes. La primera e improvisada armada patria, confiada al mando del navegante maltés Juan Bautista Azopardo, había sido destrozada en San Nicolás a principios de 1811. El propio jefe fue hecho prisionero, y pasó los siguientes diez años en una prisión española.

La inexistencia de una marina propia y el proyecto de expedición de reconquista de Fernando VII contra Buenos Aires (1) decidieron a los rebeldes rioplatenses a otorgar patentes de corso a aventureros de variadas nacionalidades. Pero…

¿QUÉ ES UNA PATENTE DE CORSO?

Es un contrato por el cual un Estado otorgaba a un particular el derecho de atacar, apresar, saquear o destruir todo buque que enarbolara una bandera enemiga, a cambio de permitirle quedarse con una parte del botín obtenido. A veces el Estado emisor de la patente aportaba la nave, o al menos pertrechos, víveres y una parte de la tripulación; el corsario (o su armador) debía cargar con el resto de los gastos. La campaña no solía durar más de un año, al cabo del cual se debían devolver al gobierno los bienes confiados, así como entregar las municiones y armas obtenidas en las capturas en el mar. En caso de naufragio, el corsario quedaba exento de todo reintegro. Debía llevar un registro de lo sucedido en la campaña, así como debía izar, en el momento del ataque, la bandera del estado emisor de la patente. (Obviamente, el control que los Estados tenían de la actividad de los buques corsarios era prácticamente nulo. Era imposible controlar si atacaban a barcos de países neutrales, como sucedió en varias ocasiones. El negocio podía ser tan grande que tampoco solía haber mucho interés en verificar su comportamiento conforme a las normas. De hecho, los corsarios con patentes hispanoamericanas solían contar incluso con la colaboración rentada de algunos funcionarios españoles, además de la vista gorda igualmente rentada del gobernador Norderling de la colonia sueca de San Bartolomé y del presidente Petion de Haití, por no hablar de las autoridades de los puertos de los Estados Unidos. Hasta hay algún caso de una firma naviera de La Habana que abonaba una especie de protección a los corsarios con el fin de que sus barcos no fueran molestados). (Imagen de la derecha: fuente)

Con algo de cinismo, podemos decir que el corso era un instrumento legal que permitía que la iniciativa privada participara en una guerra, asociada a un Estado beligerante, y hasta la Declaración de París de 1856 (universalizada tras la Conferencia de La Haya de 1907) era considerado una legítima manera de guerrear (2). La primera reglamentación del corso en España es la ordenanza de Pedro IV de Aragón de 1356, y de hecho es anterior a la existencia de España; los ingleses emplearon la guerra de corso durante siglos, y los norteamericanos le dieron a la Pérfida Albión un poco de su propia medicina durante la guerra de 1812-1814. Al terminar este conflicto, muchos corsarios con base en Baltimore continuaron en el negocio gracias a las patentes de una nación en la que no habían estado ni estarían jamás: las Provincias Unidas del Río de la Plata.

La guerra de corso entre España y sus antiguas colonias americanas se inició en 1814, y su ideólogo en Buenos Aires fue el comandante general de Marina, Matías de Irigoyen. Los principales armadores corsarios locales eran comerciantes como David De Forest, Jorge Macfarlane, Juan Pedro Aguirre, Adán Guy, Juan Highinbothon, Guillermo Ford y alguien de quien ya nos ocuparemos: Vicente Anastasio Echeverría. En realidad, casi todos eran agentes de firmas corsarias (sic) de puertos de los Estados Unidos, en especial el citado Baltimore donde, por cierto, hasta las autoridades sacaban su tajada del negocio. El tema estuvo a punto de provocar la ruptura de relaciones entre España y Estados Unidos.

En la tarea de provisión de las imprescindibles patentes se destacó el comerciante y agente diplomático norteamericano Thomas Lloyd Halsey, una especie de encargado de negocios no oficial en el Río de la Plata. Periódicamente, éste remitía a Estados Unidos patentes de corso en blanco, que eran completadas en su destino por sus usufructuarios. Halsey era partidario de los rebeldes, aunque en su elección había un elemento de interés personal: recibía el cinco por ciento de los beneficios de las capturas. (El gobierno norteamericano hizo la vista gorda durante un tiempo, pero la operatoria de Halsey era tan flagrante que obligó a su reemplazo. Por cierto, quien lo denunció a sus superiores fue… el Director Supremo de las mismas Provincias Unidas, Juan Martín de Pueyrredón: el diplomático había irritado al gobierno de Buenos Aires al expender patentes de corso a favor del odiado Protector de los Pueblos Libres, José Gervasio Artigas).    

El corso hispanoamericano alcanzó su apogeo alrededor de 1818 y decayó hasta desaparecer hacia 1828. Las naves bajo pabellón argentino realizaron las acciones más importantes, en especial en el Atlántico Sur y el Caribe, pero también hubo ataques en el Océano Pacífico y hasta en el Mar Mediterráneo. Incluso, en el apogeo del corso, el puerto de Cádiz estuvo a punto de ser bloqueado por corsarios que enarbolaban la bandera de los nuevos estados hispanoamericanos. Además de las Provincias Unidas y la Confederación de los Pueblos Libres, Chile, México y la Gran Colombia emitieron patentes de corso contra España. Artigas lo hizo además contra Portugal tras la invasión de 1816, y las Provincias Unidas y el Imperio del Brasil revivieron un ya desfalleciente mercado al declararse mutuamente la guerra en 1825.

La capacidad de interceptar las comunicaciones de la Corte de Madrid mediante ataques corsarios a los barcos realistas fue uno de los grandes beneficios del corso, pero la consecuencia más importante fue la disrupción del comercio marítimo español: sólo los corsarios con patente de las Provincias Unidas capturaron unas 150 presas. El volumen de mercaderías obtenidas mediante la guerra de corso fue tan importante como para deprimir los precios en Buenos Aires durante años .

Entre los más destacados figuran el creador de la armada argentina, Guillermo Brown, los norteamericanos Thomas Taylor, William Stafford (o “Guillermo Estífano”) y David Jewett, el portugués José Joaquín de Almeida y el protagonista principal de esta historia.

HIPPOLYTE BOUCHARD

André Paul Bouchard nació el 15 de enero de 1780 en Bormes (3), una localidad francesa cercana a Saint Tropez. Era hijo de André Louis Bouchard, posadero y luego próspero fabricante de tapones de corcho, y de Thérese Brunet. Según parece, André era un "niño inquieto y travieso", al que le gustaba conversar con las gentes del mar y quería ir a la guerra. Bartolomé Mitre describe al Hipólito Bouchard adulto como de tez morena, cabello oscuro y ojos negros rasgados, penetrantes y duros, que "despedían fuego". (Derecha: retrato de Bouchard por José Gil de Castro, fuente).

Luego que Thérese enviudara, se volvió a casar y su nuevo esposo dilapidó su pequeña fortuna. André (que en fecha desconocida se cambió su nombre a Hippolyte, Hipólito) se fue de su casa natal en 1798, enrolándose en la armada francesa. Sirvió en las desventuradas campañas de Egipto y Santo Domingo, y terminó emigrando al Río de la Plata en 1809. Cuando el gobierno patriota enfrentó las primeras hostilidades en el Río de la Plata, Bouchard sirvió como segundo de Azopardo en la primera escuadrilla argentina, comandando el bergantín 25 de Mayo. Tras la derrota de San Nicolás, el 2 de marzo de 1811, fue acusado de cobardía e irresolución. Sustanciado un proceso, terminó absuelto, reconociéndose que cumplió con su deber hasta que se vio desamparado por su tripulación, que entró en pánico en pleno combate.

En el invierno de 1811, desde una lancha cañonera, Bouchard enfrentó a las naves que el Virrey Elío envío para bombardear Buenos Aires. Durante el año siguiente peleó en el Paraná, al mando de una balandra (el Bote de Bouchard) persiguiendo a las naves enemigas. En marzo de 1812 ingresó a un cuerpo con la organización y disciplina propia del ejército napoleónico: el flamante Regimiento de Granaderos a Caballo de San Martín. Como alférez, Hipólito Bouchard participó en la batalla de San Lorenzo, el 3 de febrero de 1813, jornada en la que no pasó desapercibido: tomó "una bandera que pongo en manos de V.E. y la arrancó con la vida al abanderado el valiente oficial D. Hipólito Bouchard", en las propias palabras del Libertador. Bouchard siempre luciría con orgullo el aro en la oreja, símbolo de los granaderos.

Acompañó a San Martín a reforzar el Ejército del Norte, hasta entonces comandado por Manuel Belgrano. Luego fue al ejército de la Banda Oriental y, tras obtener licencia para volver a Buenos Aires, se le dio el mando de la fragata María Josefa. En 1813 se casó con Norberta Merlo, hermana de su amigo Ramón e hija de un ex oficial español que se había batido, ocho años antes, en Trafalgar. El matrimonio fue conveniente a los fines de ascender en la escala social, emparentándose con una familia rioplatense.

Para entonces, Bouchard hablaba un particular híbrido de español de Buenos Aires y francés de Provenza. Se reconocía su entrega a los fines de la Revolución, a la vez que su temperamento exaltado: no era extraño verlo pegando planazos con su sable a sus siempre levantiscos subordinados.

(Continúa aquí)

 

NOTAS

(1) La expedición antedicha, al mando del general Pablo Morillo, cambiaría de planes y, en definitiva, terminaría atacando Venezuela y Nueva Granada.

(2) Una reliquia de estas épocas sobrevivió en nuestra Constitución hasta 1994. El artículo 67 (hoy, 75) que dispone las competencias del Congreso, decía en su apartado 22 (hoy 26) que “corresponde al Congreso (…) conceder patentes de corso y de represalias, y establecer reglamentos para las presas". Hoy dice: “facultar al Poder Ejecutivo para ordenar represalias, y establecer reglamentos para las presas”.

(3) Cada 9 de julio, la comuna de Bormes conmemora la independencia argentina mediante un homenaje a Bouchard.

 

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