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RAPSODIA PACIFISTA

Algunas reflexiones sobre el cine antibélico, así como sobre el pacifismo, en una nota que es más bien una colección de apuntes sueltos sobre dichos temas. A veces salen así… [Publicado originalmente en mayo de 2010 en Televicio Webzine].

Hace unos días vi por TV por cable una muy buena película de los ’70, La Cruz de Hierro (Cross of Iron, del gran Sam Peckinpah, 1977), con James Coburn, Maximilian Schell y James Mason en los roles principales. El filme está ambientado en 1943, en los días de la retirada de la Wehrmacht de Crimea ante el avance arrollador del Ejército Rojo, y su nudo es el conflicto entre un joven oficial proveniente de una familia noble de Prusia, el capitán Sparsky (Schell, muy bien) que pide el traslado al frente ruso con el sueño de ganarse (como sea) la condecoración que da nombre a la película, y un hosco y desengañado veterano, el sargento Steiner (Coburn, perfecto) quien no podría mirar con más sorna a su superior y sabe que el único sueño posible en ese infierno es llegar vivo al día siguiente. Las escenas bélicas están estetizadas por la mano maestra de Peckinpah (esas cámaras lentas…) pero igual transmiten acabadamente el horror de la guerra, y contienen una de las líneas de diálogo más celebradas como alegato antibélico de toda la historia del cine: cuando Steiner, en medio de la carnicería desatada por el asalto final de las tropas soviéticas, guía a Sparsky a intentar un escape imposible, le dice amargamente “yo le mostraré dónde crecen las Cruces de Hierro”. 

La película me disparó una idea: por lo general, cuando una cinematografía produce un filme con un claro mensaje pacifista, lo hace en el marco de historias relacionadas o con guerras perdidas o con ejércitos extranjeros. Dicho de otra manera: no se abomina de la guerra cuando ésta ha resultado ser victoriosa. Pienso en películas norteamericanas de tinte antibélico como Sin novedad en el frente, cuyos personajes son alemanes; en Cartas desde Iwo Jima de Clint Eastwood, que muestra el punto de vista japonés en la guerra en el Pacífico; en la inolvidable La patrulla infernal (Senderos de gloria en España) de Stanley Kubrick, cuyos protagonistas son soldados franceses; en la genial Apocalypse now de Coppola, ambientada durante la Guerra de Vietnam, conflicto que (cabe aclararlo, dado el tipo de filme que suele inspirarle a Hollywood) los Estados Unidos perdieron. El patrón se repite en otras naciones: pienso en la querible película italiana Mediterráneo, o en la alemana Stalingrado. Claro, ahí es cuando uno se acuerda de las excepciones a estas reglas (la francesa La gran ilusión de Jean Renoir; la norteamericana La delgada línea roja de Terrence Malick), empieza a dudar de la premisa del artículo, y entonces se encuentra con que la nota que preparaba llega abruptamente a su fin, salvo que…

Jorge Luis Borges se burlaba de los pacifistas: "los antibelicistas no son sinceros, yo no tengo vergüenza de las guerras, no puedo tenerla. ¿Qué sería de nosotros sin la Revolución Francesa, sin la Revolución Americana, incluso sin las dos guerras mundiales?" (Primera Plana, Año VII, nro. 325). Al respecto, tengo dos respuestas al viejo maestro.

La primera es un argumento ad hominem, o sea, una mera chicana: es fácil ensalzar la guerra cuando uno es un anciano ciego que no corre riesgo alguno de ser reclutado, es fácil ensalzar la guerra cuando uno no tiene hijos que corran riesgo de ser reclutados.

La segunda es, creo, espero, mejor: yo comparto con Borges el orgullo por los ideales que inspiraron la independencia de nuestras naciones americanas, pero considero a las guerras de la independencia una ineludible, desgraciada imposición del absolutismo español, no una decisión gratuita de los fundadores de nuestra nacionalidad. (¿Qué es lo que en verdad reverenciamos de nuestros héroes de Suipacha, Maipú o Ayacucho: el haber dejado un descampado americano sembrado de cadáveres, o la defensa de un ideal y de un futuro mejor para sus descendientes?). Las guerras no producen bien alguno: demasiadas vidas son aniquiladas, demasiadas vidas son arruinadas más allá de toda esperanza. Las únicas guerras que vale la pena librar son aquellas que un pueblo se ve obligado a pelear porque, de no hacerlo, se cierne sobre él una amenaza de ruina o aniquilación aún peor: guerras de liberación, como las de criollos y pobladores originarios contra la corona de Fernando VII, los pueblos de media Europa contra el invasor nazi o los vietnamitas contra los franceses y los norteamericanos.  

También me resulta graciosa la idea de que las guerras son deseables porque tienen efectos benévolos, por caso, fomentan la “unidad nacional”, o educan a la nación en el esfuerzo y la superación de la adversidad. Yo puedo envidiar voluntad de sobreponerse a la adversidad de la ceguera de personas como Stevie Wonder o Ray Charles, así como reconocer el efecto positivo que ello tuvo en su carrera artística ¡pero jamás envidiaría su ceguera, ni rogaría quedar ciego para fortalecerme espiritualmente! 

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