PESCADOS RABIOSOS
El pasado no existe, existió; hoy meramente existe nuestra imagen de él, hecha tanto de recuerdos como de olvidos. Es claro que los años 1960 no son sólo la fiesta que simboliza el Verano del Amor, o el gran cuestionamiento del Mayo Francés de 1968. Es claro que los años 1970 no son sólo una urdimbre sangrienta y confusa de Setiembre Negro, Montoneros, Pinochet, Perón, ESMA, Brigadas Rojas. Es claro que los años 1980 no son sólo la apática y desengañada resaca del tumultuoso veintenio anterior, pero en esa década no lo sabíamos, y celebrábamos (o los críticos que leíamos celebraban) el apático no future de películas como “Rumble Fish”, o “La ley de la calle”, como se la conoció en castellano.
En los ‘70, Francis Ford Coppola había rodado, en menos de ocho años, tres de los filmes capitales de la historia del cine: las dos primeras entregas de la saga de “El Padrino” y “Apocalypse Now”. Esta última y costosísima quijotada había dejado a su compañía Zoetrope al borde del abismo, y con el fallido musical “One from the heart” de 1982 puede decirse que Coppola dio un paso adelante: tras tener que vender los estudios de Zoetrope en 1983, estaría visitando tribunales durante toda la década, hasta que finalmente debió solicitar el equivalente norteamericano de una convocatoria de acreedores en 1990. Obligado entonces a abrazar el minimalismo por carencia de alternativas, Coppola se pasó 1982 y 1983 refilmando escenas de “Hammett” de Wim Wenders y rodando dos pequeñas películas sobre pandillas juveniles, basadas en sendas novelas de Susan Hinton: “The outsiders” (“Los marginados” o "Rebeldes", según el país) y la mencionada “La ley de la calle”. Tras este rodeo que espero no haya terminado de expulsar a los últimos e hipotéticos lectores de estas líneas, vamos por fin a la película…
… rodada en un
blanco y negro deslumbrante, y que comienza con una pelea de banditas juveniles
en los barrios marginales de Tulsa, Oklahoma; una de esas peleas en las que, a
falta de mejores cosas para hacer, los varones adolescentes purgan el exceso de
testosterona que los agobia. El líder de una de esas banditas, Rusty James, es
un juvenil Matt Dillon, guapo como un dios griego y vivo retrato de la urgencia
hormonal, tanto que su idea de hacer tiempo hasta la hora convenida de la
¡pelea!
pasa por... cogerse en el sofá de su casa a su noviecita Patty (Diane Lane). Los amigos de
Rusty lo acompañan con más reluctancia que verdaderas ganas de pelear: Smokey
(¡Nicholas Cage!), Steve (Vincent Spano), B. J. (Chris Penn), Midgit (¡Laurence
Fishburne!). Le reprochan a su líder que, de estar presente su hermano mayor, el
Chico de la Moto, seguramente reprobaría esa pelea. Rusty se desentiende de ellos y le da una
buena paliza al líder de la otra bandita, hasta que la repentina aparición de
un motociclista lo distrae y recibe un feo corte en el abdomen. El
motociclista, claro está, no es otro que el Chico de
la Moto
(Mickey Rourke) que está
de regreso tras una repentina y prolongada desaparición, y que tras dispersar a la bandita rival casi apenas con la mirada, lleva a
su hogar a su hermano herido. En el camino a casa, el espectador se entera de
que, a consecuencia de viejas peleas, el Chico de
la Moto
está algo sordo
y que es ciego a los colores.
También, que es el pandillero más valiente y más admirado de todos, que su
temperamento distante y melancólico hace pensar a los demás que está loco, y
que es mucho mayor que Rusty y sus amigos, casi un viejo para ellos. El Chico de
la Moto
ya está de vuelta de todo, hasta de la agitada
vida de las bandas callejeras. Tiene 21 años.
(Arriba a la derecha, la película, doblada en castellano latino genérico).
A partir de ese
momento, la película es una especie de duelo entre la idealizada visión
que Rusty tiene de su hermano, alguien que en el pequeño mundo de esos barrios desesperados no hay nada que haga mal, y el cansancio
vital del Chico de la Moto, que intenta explicarle a su hermano menor que la vida de las pandillas carece
de toda gloria. Como un coro griego, tanto el padre alcohólico de los dos
hermanos (¡Dennis Hopper!) como el amenazante policía Patterson (William Smith)
también advierten a Rusty de que no intente seguir la vida de su hermano, porque
nunca podrá ser tan inteligente, ni tan diestro en el coraje, ni tan abyecto. (La degradación del
Chico de
la Moto
es postulada, nunca representada: una inteligente manera de no dilapidar la
empatía del espectador para con el personaje).
En la secuencia
fundamental del filme, y que explica su título (“rumble fish” quiere decir “pez
luchador”) vemos al Chico de
la
Moto
mirando interminablemente unas peceras con vistosos y coloridos peces luchadores de Siam.
(Recordemos que el filme es en blanco y negro, que el Chico de
la Moto
es ciego a los colores).
El Chico le explica a Rusty que los machos de esa especie luchan hasta la
muerte si se los encierra juntos en una pecera pequeña, y que su sueño es
robarse esos peces de la tienda de animales domésticos y liberarlos en el río
que baña la ciudad. También le dice a su hermano que estuvo con su madre en
California, que se fue de la ciudad varios años atrás, vencida por el hastío, y le
recomienda subirse a una moto y seguir el río hasta el mar. No contaré el final, en atención al
lector, pero sí señalaré unos detalles más, que apuntan a la intención de
Coppola de subrayar el paso del tiempo: las tomas de relojes, de nubes surcando
el cielo, de atardeceres cayendo sobre los edificios; la banda
de sonido minimalista debida al ex The Police Stewart Copeland, construida a
partir de ruidos urbanos y percusiones electrónicas, relegando la armonía y la
melodía en pos del ritmo.
Es en esta película,
más que en “Nueve semanas y media”, que nace el ochentoso y a menudo inexplicable culto a Mickey
Rourke: la languidez del Chico de
la
Moto,
su apatía, su estar
de vuelta, su falta de ilusiones, su fatiga ante la carga intolerable del
pasado, sintonizaban muy bien con esa década indigestada con los sueños de los
’60 y, sobre todo, con los fracasos del decenio previo. En Argentina, otros chicos habían
idolatrado a sus hermanos mayores, y a muchos de esos hermanos los habían visto regresar desengañados de
sus ilusiones. En aquellos ’80 de los que a menudo prefiero no acordarme estaba
de moda ser un poco el Chico de la Moto, en el sentido ya subrayado. Estaba de moda, y esto es
lo más preocupante, entre chicos de veinte o veintipocos años a los que apenas
les había pasado algo digno de mención. ¿Quién dijo que hay apuro alguno para
ser cínico? ¡Lo bien que nos hubiera venido que
la Historia
nos diera una
patada en el culo y nos despertara! Tal vez así la historia argentina, incluso
nuestra historia personal, hubiera sido muy diferente. Mejor. Por eso también me molestan algunas críticas a las juventudes políticas de hoy, digamos La Cámpora, la única que de verdad existe, por parte de amargados veteranos de la Coordinadora alfonsinista de los '80, anteayer en la UCR, ayer en el FREPASO, hoy junto a Binner y mañana, tal vez, por qué no, con Macri. Ustedes agacharon la cabeza antes de siquiera intentarlo, muchachos ¿por qué se creen que el presente tiene la obligación de escucharlos con reverencia?
En algún punto,
puede considerarse a “Rumble fish” una predecesora de “Los imperdonables”
(“Unforgiven”) de Clint Eastwood, en el sentido de que ambos filmes abordan
géneros muy transitados para demoler su mitología: no hay gloria alguna ni en la
descerebrada violencia de los pandilleros de una, ni en la primitiva crueldad de los pistoleros del Lejano
Oeste de la otra. También puede decirse que "La ley de la calle", junto a “Los marginados”, desató
una breve moda de películas de pandillas juveniles: una feliz continuadora, en
clave mucho más pochoclera y rocanrolera, es “Calles de fuego” (“Streets of
fire”), película de Walter Hill estrenada en 1984 con Michael Paré, Willem
Dafoe, Rick Moranis y la propia Diane Lane.